La maternidad, dice Jacqueline Rose, es “ese espacio en el que alojamos, o, si se quiere, enterramos la realidad de nuestros propios conflictos”, es decir: las madres son esos seres sobre los que cargamos nuestros fracasos personales y políticos. Como individuos. Y como sociedad. “A ellas las culpamos por lo que está mal en el mundo, por eso tienen por delante una tarea, como es natural, irrealizable”. En Madres. Un ensayo sobre la crueldad y el amor (Siruela), Rose no sólo se une al pataleo de la tradición feminista, que siempre ha reivindicado que a las madres se les exige mucho; sino que plantea un interrogante más: ¿por qué son ellas las encargadas de pintárnoslo todo color de rosa? ¿Qué estamos destruyendo en el mundo cada vez que las cargamos con lo que más nos cuesta aceptar en nuestra sociedad y en nosotros mismos?
Señala la ensayista que “al hacer que las madres tengan licencia para sufrir todo tipo de crueldades, nos estamos tapando los ojos ante las injusticias que nos rodean”, y recuerda que ellas son casi siempre objeto de demasiada atención, o no de la suficiente. Para referirse al castigo social que sufren, cita algunos ejemplos de la prensa británica. Como muestra, un botón. Ahí un titular del periódico The Sun del día 12 de octubre de 2016, que rezaba: “De aquí a la maternidad”, y contaba, citando fuentes oficiales sin identificar, cómo un total de 900 embarazadas habían hecho “turismo sanitario” el año anterior en un hospital de la Seguridad Social británica, con un coste para el contribuyente que rondaba los cuatro millones de libras esterlinas si se sumaban todos los gastos no abonados. Según sus testimonios, los partos de las madres que no eran ciudadanas de la UE representaban una quinta parte de todos los nacimientos habidos en el hospital St. George de Tooting, en la zona sur de Londres.
The Sun aseguraba que el hospital había sido “invadido” y que se había convertido en “blanco fácil” para “amañadores en Nigeria” que cobraban a las mujeres por hacer uso de la Seguridad Social británica. Ponía el grito en el cielo por los “2.000 millones de libras esterlinas que se ‘despilfarraban’ cada año en ‘turistas extranjeros que no tienen derecho a recibir tratamientos gratuitos en la Seguridad Social’”. Eso sí, esa presunta información iba acompañada de una imagen de Bimbo Ayelabola, una mujer nigeriana que había dado luz a quintillizos mediante cesárea en Homerton, en 2011. El texto, junto con la fotografía descontextualizada, intentaba incidir en “el estereotipo tan viejo según el cual los negros y los pobres no hacen más que procrear de manera irresponsable”. Además, al señalar a Ayelabola y recordar que vivía en Reino Unido con sus hijos, parecía decir: “Que echen a esa madre del país”.
Madres en la vida pública y política
Más tarde el Daily Mail secundó la noticia. La ensayista recuerda que son los dos periódicos más conservadores del país y subraya la mirada de sospecha y la virulencia con la que se marca a las madres con ciertos estigmas. Y continúa: “¿Por qué se ve como una excepción en nuestros días que las madres participen en la vida pública y en la política; por qué da la sensación de que el Reino Unido va a la zaga del resto de Europa, de los EEUU y de otros países en ese aspecto? ¿Por qué no vemos que las madres, por el mero hecho de serlo, constituyen un aporte fundamental al modo en que entendemos y ordenamos el espacio público y político?”, reflexiona. “En vez de eso, se exhorta a las madres para que vuelvan a prestar atención a sus instintos y se queden en casa; o bien, a dejar su huella en la sala de juntas, como si lo máximo a lo que las madres pudiesen aspirar fuese a servir de decorado al neoliberalismo, el reconocimiento más alto en lo social y laboral que pueden esperar”.
Critica lo que la socióloga feminista Angela McRobbie ha llamado “la intensificación neoliberal de lo materno”. Se refiere a esas madres “que suelen ser blancas, con un acabado perfecto en toda su persona, de clase media, que tienen un trabajo perfecto, un marido y un matrimonio perfectos, y que irradian un aire de estar encantadas de haberse conocido que, se supone, hará que cualquier mujer que no responda a esa imagen -porque sea más pobre, o negra, o porque tenga una vida más complicada- se sienta una fracasada”.
Jacqueline Rose pone el foco en que las madres son la verdadera subversión, porque, tal y como el feminismo señala, llevan años demostrando que nunca son lo que parecen y que pelean por salirse de lo que se les exige que sean. “Jamás he conocido a una sola madre (y yo me incluyo) que no sea mucho más compleja de lo que le hacen creer o la obligan a creer, y más critica y enfrentada a la serie de clichés que supuesta y alegremente encarna”.
Contra el mito de la madre perfecta
Se trata, primero, de destruir el mito de la madre perfecta. “Toda concepción de ‘madre’ ha estado plagada de idealizaciones”. Cuenta Rose que la desigualdad y la austeridad crecen en el mundo y que, con ello, cada vez más niños crecen en la pobreza y cada vez más familias resisten como pueden para proteger a sus hijos de un declive social inexorable. Aumentan los conflictos sociales. “En momentos así de desvía la atención haciendo que el blanco seguro sean las madres, en gran medida, porque se evita una crítica social que podría tener efectos mucho más perjudiciales. Las madres siempre fracasan. Y esta es parte central de la tesis de este libro: el dejar claro que el fracaso es normal, no una catástrofe”.
Cree Rose que esta carga es debida “a que las madres son vistas como nuestra vía de entrada al mundo”, y por eso cargan con el aura del descrédito y de la culpa. “Sobre ellas están los males del mundo y la rabia que provoca siempre la decepción inevitable de una nueva vida”. A las madres se las obliga a que sólo tengan ojos para su hijo, nada más, “y eso es un absurdo, además de impracticable hoy día”. Habla la ensayista de la atención social tan punitiva que han sufrido las madres solteras, porque además son “un patente revés al ideal de familia”: “En los EEUU, el número de madres solteras casi se ha duplicado en los últimos 50 años”. Otro dato que conviene recordar: no fue hasta 1973 cuando en el Reino Unido las madres lograron los mismos derechos de custodia sobre los hijos después de un divorcio o separación.
El parto es lucha; la madre es violencia
Se ha criminalizado a la mujer por ocupar la vida pública, y, por supuesto, la vida laboral. Se la ha obligado a elegir: ¿prefiere ser usted una mala profesional o una mala madre? Rose cita que los estigmas de la madre llevan peleándose toda la vida: ya en la antigua Grecia, la línea entre la lucha y el parto confluían. “Y esto borra esa marca inviolable que sirve para distinguir la vida de la muerte; una distinción que todo el mundo espera que las madres, en particular ellas, mantengan intacta. Además, le pare los pies a cualquier tentación de sentimentalidad cuando hablamos de las madres”.
Hay que volver a hablar de la violencia de ser madre. De la violencia del parto. Aquí las líneas que Medea -la mujer que mató a sus propios hijos- pronuncia al comienzo de su obra: “Y dicen de nosotras / que por vivir en casa / corremos menos riesgos, / mientras ellos combaten con armas: / ¡vaya razonamiento estúpido! / Con mucho prefiero / ir tres veces a la guerra, / a los desgarros del vientre / en un único parto”.
No hay instinto maternal, sólo culpa
Las mujeres están hechas a una lista interminable de agravios. “Las mujeres son las que más sufren de todas las especies animadas y dotadas de pensamiento”, que decía Eurípides. Hay un punto interesante de la obra donde la ensayista cita al famoso psicoanalista y pediatra Bruno Bettelheim, uno de los primeros en derribar la existencia del “instinto maternal”: “Toda mi vida he trabajado con hijos cuya vida quedó destrozada porque su madre los odiaba. La prueba de que no existe el instinto maternal, seguro que no existe (…) Dicha demostración no servirá más que para liberar a las mujeres de su sentimiento de culpa, el único freno que permite salvar a algunos niños de la destrucción, el suicidio, la anorexia, etc.”. Es decir: sólo la culpa mantiene a la madre unida férreamente al hijo. “Sin esa culpa, el hijo no sobrevivirá”.
La tradición ha conseguido que las madres, al tener hijos, “tengan que ceder parte de su poder”, por muy poderosas que hayan sido hasta entonces. Las madres han de claudicar. Ojo al masoquismo y al altruismo: tienen que sufrir por sus hijos y tienen que poner a sus hijos siempre antes que a ellas. “Quizá lo que se conoce como ‘despresión postparto’ sea una forma de dar cuenta de penas pasadas, presentes y futuras”, establece. “Lo que sí es, eso seguro, es una afrenta al ideal, en lo que este tiene de pesada cruz que hay que llevar”.