Esta es la historia de Yolanda González, una joven que a finales de la década de los setenta tenía 18 años y no pudo cumplir más. Nació en Bilbao, era la mayor de tres hermanos y militaba en las Juventudes Socialistas de Euskadi. Un buen día le dio a sus padres -emigrantes burgaleses y trabajadores industriales- la noticia de que se iba a Madrid porque había encontrado un trabajo. Lo cierto es que se había enamorado de un hombre llamado Alejandro Arizcun, economista y dirigente de un partido de extrema izquierda que soplaba nueve años más que ella. Yolanda era feliz: estaba llena de ideas, de energía, de esperanzas por construir un país nuevo que se sacudiese los horrores de la dictadura. Yolanda era feliz, pero también acabó siendo un retrato negro de la podredumbre de la Transición, de sus connivencias con el franquismo, de su falta de higiene democrática.
Franco murió, pero no había muerto: residía en sus adeptos, aún con herramientas para destruir a los jóvenes idealistas que peleaban por recuperar las libertades arrebatadas a sus padres. Franco murió, pero respiraba en esa ultraderecha que actuaba impunemente con la protección de los sectores más involucionistas de la Policía, el Ejército y la judicatura. Cuando Yolanda llegó a la capital, comenzó a trabajar de limpiadora por horas mientras estudia por las noches en una escuela de Vallecas. Se desencantó pronto de las propuestas del PSOE -ella las recibía como reformistas en vez de revolucionarias- y se afilió a la Liga Comunista. Después participó en la creación del Partido Socialista de los Trabajadores.
Despuntó enseguida como militante y le propusieron formar parte de la Coordinadora de Estudiantes, que se oponía a las reformas educativas de Suárez. Pero el hecho de ser vasca le ocasionó problemas y muchos la señalaron como sospechosa militar de ETA. La extrema derecha le cogió ojeriza: la perseguía, la vigilaba. La veían vigorosa y concienciada, todo un peligro para sus planes. El 1 de febrero de 1980, ETA asesinó a seis guardias civiles en Ispaster (Vizkaia), y el Grupo 41 (comando armado de Fuerza Nueva) tomó con ella su venganza. Cinco hombres, liderados por Emilio Hellín, la secuestraron en su domicilio de Aluche, la trasladaron a un descampado y la asesinaron de dos disparos en la cabeza.
La ultraderecha que campó
Por ella, y por todos los jóvenes valientes que guerrearon por una democracia real en medio de una Transición histérica, escribe Carlos Fonseca No te olvides de mí (Planeta): “En aquella época hubo muchos estudiantes, mucha gente joven, que murió bien por disparos al aire de la policía o por actuaciones de grupos de ultraderecha. No estaba a la orden del día, pero era algo bastante extendido. La historia de Yolanda simboliza a aquella generación de chavales de diecitantos o veintipocos que lucharon en un momento en el que la dictadura no se acababa de ir ni la democracia terminaba de llegar”, relata el autor, también padre de Trece rosas rojas.
Unos días después del asesinato, Juan Carlos rodas Crespo, policía nacional de 23 años, acabó confesando y se detuvo a los asesinos, pero el juicio estuvo lleno de irregularidades. Lo que más le ha sorprendido a Fonseca al hurgar en ese pasado sangrante ha sido precisamente eso: “Lo deficiente del proceso. La investigación estuvo salpicada de incidentes, de problemas… tanto los abogados de la acusación como los de la familia, como los que representaban al Partido Socialista de los Trabajadores donde ella militaba, tuvieron muchas trabas para sacar el tema adelante. El asesinato fue en febrero, y el juez que instruía la causa quiso cerrarla a finales de ese mismo año”, relata.
“¡Y lo quiso hacer sin que los acusados hubieran sido interrogados por las acusaciones…! Otra cosa fue que tanto el juez como el fiscal quisieron calificar los hechos como ‘homicidio’”. El autor cree que la causa estuvo influenciada porque “había aparatos del Estado que habían hecho carrera durante la dictadura y no veían con buenos ojos el rumbo que había tomado el país hacia la democracia: sus actuaciones, cuanto menos, estuvieron contaminadas”. Era un momento difícil, señala Fonseca: “Piensa que un año después del asesinato de Yolanda llegó el golpe de Estado del 23-F. Todo estaba muy revuelto. La vincularon a ETA sin pruebas”.
Su asesino, asesor de Interior
Emilio Hellín, líder del Grupo 41, que ya había intentado fugarse de la prisión de Alcalá de Henares tan sólo unos meses después de su detención -en un extraño episodio donde acabaron sancionados el director y varios funcionarios del centro-, volvió a escaparse en un permiso penitenciario y huyó a Paraguay. “Se fue al amparo de la dictadura. Esa salida de prisión estuvo rodeada de una enorme polémica: ¿cómo era posible que una persona condenada a tantos años y con esos antecedentes pudiese disfrutar de ese permiso?”.
Explica Fonseca que fue descubierto por José Luis Morales, de la revista Interviú, y posteriormente detenido y extraditado a España. Sólo cumpliría 14 de los 43 años a los que fue condenado. “Cuando le pillaron cayó el Gobierno de Paraguay y los que le habían dado cobijo ya no detentaban el poder. Si a eso le unes que el nuevo presidente quería recuperar las buenas relaciones con España...”. Años después se descubrió que Hellín trabajaba para Interior. “Él, al salir de la cárcel, monta una empresa que todavía tiene. Es un estupendo especialista de todo lo que tenga que ver con las comunicaciones: obtención de información, teléfonos móviles, seguimientos… no como se hace ahora, sino cuando la policía no disponía de tantos medios. Fue contratado para dar clases de formación en este terreno. Se descubrió en 2013”.
¿Contó el asesino con la connivencia de Interior? “Francamente, no lo creo. Era un mero asesor. Le contrataron cuando Rodríguez Zapatero. Dicho esto, diré: este hombre ha cumplido su condena y tiene derecho a rehacer su vida. Resulta llamativo que sea el propio ministerio de Interior el que contrate a un asesino, a un hombre implicado en un asesinato que tuvo tanto impacto durante la Transición. No me encaja”.
Memoria Histórica
Ya que Fonseca ha tocado tantas veces en su trayectoria la fibra sensible de la Memoria Histórica, ¿qué le parece la actual gestión del PSOE? “Este tema habría que haberlo abordado muchísimo antes. Debió ser Felipe González a partir del 82. Ahí le veía sentido a la creación de una Comisión de la Verdad, como se hizo en otros países latinoamericanos, de manera relativamente próxima al final de la dictadura. Pero esa Comisión de la Verdad ahora no tiene demasiado sentido”, opina.
“Me parece perfecto que a Franco se le saque del Valle de los Caídos: es un anacronismo que exista un monumento a la gloria de un dictador. Pero tampoco creo que se pueda convertir el Valle en un centro de hermanamiento o reconciliación, porque no fue construido con esa voluntad. Intrínsecamente seguirá estando relacionado con la dictadura. Eso sí: no tenemos en España ningún espacio, ningún museo, nada que reconozca a los españoles vencidos en la Guerra Civil y a los que padecieron los larguísimos 40 años de dictadura. Ya es hora, ¿no?”.