"Hoy no voy a la Komintern. Esto me produce la misma alegría que cuando de pequeño podía decir: hoy no voy a la escuela". Enrique Castro Delgado apenas lleva unos días en la URSS; el Siberia, un pequeño barco en cuyo mástil ondea la bandera con la hoz y el martillo, le ha trasladado desde El Havre a Leningrado. Luego treinta y seis horas más en tren para pisar Moscú, la capital del nuevo mundo. Son jornadas tristes, nostálgicas, de una frialdad mortal, con las heridas de la guerra todavía en carne viva; pero en su mente comienza a aflorar el desencanto, el rechazo a la disciplina comunista. La fe se diluye.
Pocas semanas más tarde, Castro Delgado, con el carné del Partido desde que cumplió la mayoría de edad, estalla: "Ya no veo Moscú a través de los cristales... Ni él me puede engañar ni yo pretendo engañarme... ¡Veinticuatro años de conocer el socialismo teóricamente o por medio de las revistas han terminado!". Su mundo en la capital soviética transcurre en un cuadrado —el despacho de la Komintern—, en un rectángulo —el autobús de la Komintern— y en otro cuadrado —la habitación del hotel de la Komintern—. Los camaradas le observan como a un loco y él disimula fingiendo que tiene frío.
Enrique Castro Delgado se exilió en Rusia en 1939, nada más terminar la Guerra Civil. Había nacido en Madrid en 1907 y pronto se sumergió en la industria metalúrgica como obrero. Durante la contienda española fue el fundador y comandante jefe del 5º Regimiento de Milicias Populares, una de las unidades militares más prestigiosas del ejército republicano, director de Reforma Agraria, Subcomisario General de Guerra y miembro del Comité Central del Partido Comunista. Además fue uno de los principales cabecillas de la represión en Madrid durante los primeros meses de paseíllos y ejecuciones.
En la URSS se convirtió en el representante español ante la III Internacional, la Komintern, en el encargado de controlar la emigración española y posteriormente en el secretario de José Díaz, el máximo dirigente del PCE. También dirigió Radio España Independiente, La Pirenaica. Castro Delgado odiaba a los curas porque uno le dio una paliza, a las prostitutas porque su primera experiencia sexual fue repugnante y a los policías porque un comisario le dejó impotente de una patada en los cojones. Su biografía es un volcán, un cuadro en el que se entremezclan pecados, penitencia y nuevos ideales.
Pero fue desembarcar en Rusia y dejar de creer, darse cuenta de que las ideas de la revolución eran una falacia para tapar la sangre, los crímenes, la muerte. Su odisea allí terminó con un enfrentamiento con la cúpula del partido y el posterior exilio en México. Después escribió varios libros muy críticos con el comunismo, burlándose y señalando a personas concretas como Dolóres Ibárruri, La Pasionaria. Y ese humor negro se respira en las más de 600 páginas de Mi fe se perdió en Moscú, que ahora reedita el sello Espuela de Plata, de la editorial Renacimiento, y que llegará a las librerías el próximo 15 de octubre.
Un hombre renegado, una excepción
Enrique Castro Delgado deambulaba desnortado por Moscú, desprendiéndose de sus creencias. Escribir informes y biografías sobre los españoles que llegaban a la URSS —incluso el de su madre—, sumergirse en las travesías políticas de sus vidas, le produjo rechazo, escalofríos. Ser el responsable de la vigilancia revolucionaria era una carga demasiado pesada. También leer en el Pravda el tratado de no agresión firmado por Ribbentrop y Mólotov. "A la revolución mundial se le ha puesto una inyección de aceite alcanforado", escribe. "Me asusto de mis reflexiones". La esperanza no la recupera ni estando a veinte metros de Stalin, "el hombre de cabeza de sabio, rostro de obrero y traje de soldado".
Castro Delgado odiaba a los curas porque uno le dio una paliza, a las prostitutas porque su primera experiencia sexual fue repugnante y a los policías porque un comisario le dejó impotente de una patada en los cojones
Son las pugnas internas del PCE y las argucias de Ibárruri y su tropa quienes empujan definitivamente a Castro Delgado a México entre insultos de "cáncer que ya no se curaba con pomadas, sino que había que sajarlo", "obrero desclasado", "oveja sarnosa que contagia al rebaño" o "sanchopancesco". Allí, al otro lado del mundo comienza a verter críticas contra sus excamaradas y los pilares del comunismo en una revista que tituló El Español. Su lema era: "No cuesta nada, saldrá cuando sea necesario"; y en la mancha se podía leer: "Fundador: Enrique Castro Delgado. Director: Enrique Castro Delgado. Redactor jefe: Enrique Castro Delgado. Administrador: Enrique Castro Delgado".
En uno de los artículos en la citada revista explicó el porqué de su metamorfosis política: "Creo firmemente en la posibilidad de una democracia auténtica que no sea, por lo tanto, ni la que conocemos del mundo socialista ni tampoco la que conocemos del mundo capitalista. Creo en una democracia con diferencias sociales, físicas e intelectuales, pero sin castas y en la que la experiencia del hombre no esté supeditada a su vasallaje hacia los que ostentan el poder".
Enrique Castro Delgado escribió otro libro, Hombres made in Moscú, en el que confiesa sus crímenes durante la República y la guerra, su responsabilidad en el terror comunista, como los fusilamientos en el cuartel de la Montaña, en Madrid, o la checa particular de la que disponía en la calle Serrano. Su vida terminó de mutar completamente cuando conoció en México a Salvador Vallina, un falangista desencantado con Franco que le puso en contacto con Manuel Fraga. El dictador autorizó a Castro Delgado a volver a España y terminó trabajando hasta su muerte en 1965 en la Oficina de Enlace, un organismo de información de actividades subversivas.
"Los comunistas incidían mucho en la preparación política de sus cuadros, en la firmeza de sus mecanismos dialécticos. Es decir, en su capacidad de engañarse a sí mismos. En ese contexto, un renegado es una excepción", explica en el prólogo de Mi fe se perdió en Moscú Sergio Campos Cacho, el editor. "El terror funciona como una implacable máquina de precisión. Así se entiende que el renegado sea una anomalía. El comunismo decepcionó a muchos militantes, pero solo unos pocos tuvieron la valentía de denunciarlo, porque las consecuencias podían ser definitivas".
En el último paisaje de vida su vida en Rusia, como punto final a la angustia y recostado con su mujer en las barandillas de cubierta del barco, Castro Delgado observa el horizonte y dice:
—¡El socialismo!, Esperanza...
—Un inmenso campo de concentración, Enrique...