“A medida que envejece se nota más y más irritado con el lenguaje, el uso indolente, el declive de las normas. Enamorarse, por ejemplo. ‘Nos enamoramos de la casa’, dicen amigos suyos. ¿Cómo es posible enamorarse de una casa si la casa no puede retribuir el amor?, le dan ganas de contestar. No bien uno empieza a enamorarse de objetos, ¿qué va a quedar del amor real, lo que solía ser el amor?”. Lo escribe el Nobel J. M. Coetzee en Una casa en España, el primero de sus relatos publicados en Tres Cuentos (Random House), una edición pequeña y hermosa que trata de resumir su pensamiento en pocos pilares, pero exactos.
En esta ocasión se dibuja a sí mismo como un hombre que teme haberse vuelto “demasiado rígido como para enamorarse otra vez”: “Piensa en las mujeres de su vida, en especial en sus dos matrimonios. ¿Qué sigue llevando con él, dentro de él, de esas mujeres, esas esposas? Marañas de emoción, más que nada: pena y dolor perforados por relámpagos de un sentimiento más difícil de precisar que acaso tenga algo que ver con la vergüenza, pero quizá también con el deseo aún no muerto”, escribe.
Y arranca una de esas historias tan poéticas, frágiles y suficientes que no necesitan convertirse en un mastodonte literario de cuatrocientas páginas, que no necesitan apretar el músculo pretencioso de la prosa larga, sino que evocan y nunca se resuelven, como los cuentos de Carver. Explica cómo, siendo escritor, pudo permitirse el lujo de vivir nómada, de escaparse a ratos a otras tierras donde respirar otros aires. Se pilló entonces por una casita catalana, en los límites del pueblo de Bellpuig, que miraba a campos de girasol y maíz. Le dijeron que había sido construida en el siglo trece.
Realmente era fea y vieja; poco armónica, desgastada, herida de otras familias, otras generaciones que la llenaron de un lenguaje que él ni siquiera comprende, pero -qué cosas-, un día ya no pudo abandonarla. ¿Sería eso el amor? Y eso que la gente de la zona no le era cordial; y que los tenderos lo engañaban cada vez que podían. Y eso que nunca dejaron de verle como a un forastero, un tipo al que tolerar “mientras no ocupe un puesto de trabajo, mientras traiga dinero”. Esa lógica de la acogida interesada.
El amor y el silencio
Era un extranjero abstraído por cuatro paredes, ¿sería eso el hogar?: “Ha comprado la casa (…) Planta geranios rosas y rojos en macetas de terracota y los coloca a ambos lados de la puerta de entrada, como hacen los vecinos. Pequeñas atenciones, las llama. Pequeñas atenciones con la casa, como las que se tienen con una mujer (…) Si esto es un matrimonio, se dice, me estoy casando con una viuda, una mujer madura, apegada a sus hábitos”.
Reconoce Coetzee que siempre sintió cariño por España, “la España del orgullo taciturno y las viejas formalidades”: “¿Ama él España? Al menos la noción de amor por un país, un pueblo, una forma de vida, no es una mera moda”. Lo cierto es que el Nobel ama España sin caer en el ridículo, sin excesos, sin babas calientes; la ama aunque nunca planificó ese amor ni lo convirtió en márketing, simplemente llegó un día, casi a disgusto, casi con el gesto torcido. Porque amar es molesto: claro.
Coetzee ama al país porque ama al pueblo, y ama al pueblo porque ama a la casa, y ama a la casa porque asume sus fantasmas: es una forma de hacer patria que aún no ha alcanzado James Rhodes, histriónico en su devoción por las croquetas y las siestas ibéricas. Coetzee ama sin aspavientos, sin tuitear, sin hacer de todo verbena. Coetzee ama en silencio. Y el silencio, en el amor, también es importante.