Luri: “Es antidemocrático que la izquierda se pregunte por qué los pobres votan a la derecha”
El filósofo y pedagogo presenta 'La imaginación conservadora', una defensa de las costumbres para entender la sociedad que se construye.
7 febrero, 2019 12:59Gregorio Luri (Azagra, 1955) es filósofo, pedagogo y maestro. Ha publicado obras como La escuela contra el mundo, Mejor educados, ¿Matar a Sócrates? o El cielo prometido: una mujer al servicio de Stalin. En su nuevo ensayo, La imaginación conservadora (Ariel), hace una defensa de las costumbres, experiencias e instituciones heredadas como herramientas para entender políticamente el mundo. Ahora que el panorama patrio se debate, en sus extremos, entre los revolucionarios que fantasean con la ruptura del sistema y los reaccionarios que lloran a los tiempos pasados, Luri defiende la figura del "conservador", es decir, del sujeto templado. Hacia el futuro, sí, pero con sus ritmos.
Empecemos por el título del libro, Una imaginación conservadora. De forma intuitiva, parece que la primera palabra alude a la izquierda y la segunda a la derecha.
Bueno, yo no diría eso. Cuando hablo de “imaginación” hablo de lo que se puede hacer con las imágenes de la mente y las que pueblan tu ideología. Buena parte de los problemas humanos se deben a una falta de imaginación. Por esa falta de imaginación, también, se explica la incapacidad de España de reivindicar el conservadurismo.
¿Cómo definiría el “conservadurismo” para que resultase atractivo?
No me preocupa que sea o no atractivo, porque no estoy compitiendo políticamente con otras ideas ni me propongo confeccionar el programa de ningún partido. Lo que yo reivindico es que el conservador es moderno, pero “no sólo” moderno. Tiene que darle densidad al presente, y para eso es tan importante la esperanza que mira hacia el futuro como la experiencia del pasado: saber de dónde vienes y recoger las enseñanzas que te ayudan a explicar el presente. Conservadora es aquella persona que no quiere irse de este mundo sin pagar: no se considera el mero inquilino de un hotel donde tiene derecho a ser atendido, sino que tiene deberes, y entre esos deberes está el del mantenimiento del hotel. Una cuestión en la que insisto muchísimo es en la revaloración de nuestra tradición, de nuestro pensamiento: cualquier pensador inglés, francés, italiano o estadounidense, cuando piensa en política, primero dialoga con su tradición y luego con todas las demás, y nosotros, cuando pensamos en política, siempre dialogamos con tradiciones foráneas. No me parece que los estudiantes terminen Bachillerato sin saber que existe la cueva de Salamanca.
¿Estamos acomplejados?
Mucho peor que acomplejados. Vivimos en una especie de narcisismo de la herida que es el peor de los narcisismos. Nos falta aceptar alegremente lo que somos. Igual que para una persona la autoestima es esencial para su propia mejora (porque si no te quieres a ti mismo cómo vas a mejorar), si te detestas, no avanzas. En España necesitamos un mínimo. Un mínimo de orgullo nacional para mejorar. Eso lo decía Alberti, un gran representante de la izquierda de la segunda parte del siglo XX.
Yo no me considero reaccionario… El conservador se caracteriza por lo que decía Balmes: “Ninguna bayoneta es capaz de detener las ideas”. El conservador no va en contra de nada, sólo le interesa el ritmo de adentrarse en el futuro de manera que no pierda contacto con sus orígenes. Es la convicción de que lo que tenemos puede no ser fruto de un capricho, sino el depósito acumulado de experiencias pasadas. Eso merece la pena tenerlo en cuenta, porque normalmente, cuando el progresista va caminando y ve una valla, dice: “Ah, ¿por qué me han puesto esta valla que me impide avanzar?”. Y el conservador se pregunta: “¿De qué me está protegiendo esta valla: está evitando que algo que hay dentro salga?”
En algunas cosas conservadores y revolucionarios se ponen de acuerdo. Por ejemplo, frente a ciertos tipos de innovación: ahí el caso de la gestación subrogada.
Bueno, yo no tengo respuesta a todas las cuestiones. Y no quiero tenerla. Pero digamos que uno de los fenómenos de nuestro tiempo es que se innova más rápido que nuestra capacidad para pensar las consecuencias de esa innovación. No estoy hablando ya de gestación subrogada, sino de crear mercados genéticos para seleccionar las propiedades de tus hijos. La prudencia y la capacidad para pensar despacio las cosas es una virtud.
¿No es terrorífico eso de las intervenciones genéticas para crear niños perfectos?
Allá donde haya dinero, habrá alguien dispuesto a ofrecer lo que la gente pide. No soy tan ingenuo como para ignorarlo. Pero la comercialización absoluta de la vida humana me parece que es la alienación al máximo.
En el libro señala que los revolucionarios son los reaccionarios que miran hacia el futuro. En cualquier caso, ni reaccionarios ni revolucionarios terminan de triunfar. ¿Por qué fracasan ambos extremos? ¿Necesitan un mesías?
Me parece una buena noticia que no triunfen. La metáfora de la nave del Estado es tan antigua… desde Platón ya se utiliza. El progresista tiende a pensar que la nave hace ruta ante un puerto fijo y que la Historia está soplando a su favor. El reaccionario intenta volver al puerto y vive en la angustia de que los tiempos pasados fueron mejores. La utopía del conservador sólo es mantener el barco a flote. El conservador necesita que babor y estribor estén ocupados. El conservador tiene argumentos para defender la presencia política activa del revolucionario y del reaccionario, pero esto no pasa al revés. El progresista lo ve como un lastre y el reaccionario lo ve como un vendido. En cuanto a tu pregunta del mesías… bueno, nadie necesita un mesías. De hecho lo que me preocupa es lo fácil que nos rendimos ante los mesías. Creo que la única manera de vacunarse contra esa seducción es saber que podemos acabar subyugados antes de que nos demos cuenta. Es el riesgo de la vida política.
Usted se refiere en el libro a una pregunta que se hacen las personas de izquierda: "¿por qué los pobres votan a la derecha?".
Sí, se lo preguntan siempre, obsesivamente, y eso es antidemocrático, hay ahí cierta suspicacia antidemocrática. Si somos demócratas, aceptamos que la gente vote lo que le dé la gana. Si somos demócratas aceptamos que la gente tiene argumentos para saber lo que votan, otra cosa es que no sea lo que nosotros defendemos. Dar por supuesto que el electorado es idiota dice muy poco de nuestras condiciones democráticas. Algo tendrá que hacer la izquierda francesa, además de insultar, si el primer partido obrero de Francia es el Frente Nacional de Le Pen.
¿Está seguro de que hay argumentos en el voto? A veces sólo se ven sentimientos. ¿No siente que el ciudadano está desinformado?
La sociedad nunca ha estado bien informada. Ni siquiera que la gente esté informada garantiza que sus previsiones correspondan con la realidad. Mira los economistas o los historiadores: todo el mundo acierta cuando hace profecías del pasado, pero, ¿y el futuro? La sabiduría política es escasa. Por eso es importante la prudencia. La izquierda siempre cree que tiene la respuesta a los problemas sociales, por eso no entiende que aquellos a los que quieren beneficiar voten a la derecha.
¿Cree que hay un problema educacional que reduce la legitimidad del voto?
Siempre hay un problema educacional. No hay cultura que no tenga ese problema educacional: no están claros los fines hacia los cuales ha de tender la educación. Si tenemos una educación que hace del pluralismo un principio constitucional supremo (de lo cual me alegro) se legitiman distintos fines… pero a la vez tendemos a creer que los que piensan distinto están equivocados. Una de las grandes hipocresías del pensamiento de la izquierda (no quiero decir que sea ‘sólo’ hipócrita) es defender el pensamiento crítico y creer que el pensamiento crítico es el que coincide con el suyo.
¿Piensa que es necesario cierto nivel educativo para poder votar?
No. Eso sería asumir que teniendo conocimientos básicos de trigonometría vamos a entender los intereses de un pastor analfabeto de Salamanca. No. Él conoce sus intereses mejor que yo.
Lo dice Mark Lilla y lo repite Daniel Bernabé en La trampa de la diversidad. ¿Se ha obsesionado la izquierda con las identidades y se ha olvidado de la lucha de clases?
Dios me libre de dar consejos a la izquierda. Ni a nadie. No es mi papel. Pero puedo decirte que las políticas de identidad corren el riesgo de acabar derivando en una nueva sociedad estamental en la cual cada uno se define por su identidad autootorgada y mirando con suspicacia al resto.
¿Siente que la identidad tradicional es la que está peor mirada? Quizá esa identidad es la que ha estado en la cúspide de una sociedad estamental que siempre ha existido.
No lo sé. Sé que cuando se sobrevalora algo en política… el precio que se paga por focalizar determinadas cuestiones es desfocalizar otras.
¿No cree usted que esas identidades van directamente relacionadas a veces con razones económicas: por ejemplo, la brecha salarial y el techo de cristal en las mujeres o las altísimas tasas de exclusión y de paro en el colectivo transexual?
Lo dudo. Pero creo que hay otra cuestión: de todas estas gestiones, lo que me preocupa no es tanto la política de la identidad sino otra cosa, este fenómeno de creer que tu herida, tu dolor, te legitima para dotarte de una identidad. Acabas creyendo que lo importante es la náusea más que el apetito a la hora de elaborar un discurso y el espacio público se convierte en un lugar en el que cada cual necesita reivindicar su desgracia para encontrar apoyos. Se ha convertido el dolor en un espectáculo.
Dedica usted un capítulo a la “razón victimológica”. Parece que al hablar de eso se refiere a la izquierda, pero ese discurso también lo ha asumido la derecha. También se dice hoy: “Joder, soy hombre blanco y heterosexual, estoy marginado...”.
Sí, sí, efectivamente. Las cosas nunca pasan porque sí, tienen razones profundas para que pasen. Uno de los fenómenos de nuestro tiempo es la fruición del límite. Antes se buscaba definir de manera clara a los seres, hoy está presente la idea de problematizar cualquier límite y cualquier frontera, y eso crea situaciones que desembocan en el individualismo… necesariamente. Si pongo en cuestión todo límite y toda frontera soy yo contra el mundo: ese es un fenómeno que me permite sospechar que la izquierda es hoy la fase superior del capitalismo.
¿Qué puede hacer la izquierda para recuperar la nación? O, al menos, su sentimiento.
En Francia, en EEUU, en todas partes, la derecha y la izquierda se manifiestan con su bandera. Lo nuestro es un mal. Si no nos amamos a nosotros mismos tendremos argumentos para nuestra autodestrucción.
¿Hay que refundar la bandera? ¿Cambiar de colores, empezar de cero?
Los símbolos tienen el valor que queramos darles. Para eso hace falta cargarlos. Nada nos impide cargar nuestros símbolos de valores demócratas. Los símbolos te permiten pensarte a ti mismo, y si estás siempre problematizándolos, problematizas la forma que tienes de pensarte a ti mismo.
Hay una defensa de la familia en el libro. A mí siempre me ha dado la sensación de que la familia también es una forma de alienación, o de su intento. Una forma que tiene el Estado de tenernos ordenados y sin sacar los pies del tiesto. No sé quién decía que la mitad de nuestra vida nos la joden nuestros padres y la otra mitad nuestros hijos.
Entiendo lo que dices. Pero es que ninguna causa social es incondicionalmente buena. Todas las causas nobles son imperfectas. La familia es una de ellas. Yo siempre digo que tener una familia normalica es un chollo psicológico. Es el único lugar donde nos quieren incondicionalmente aunque demos la tabarra, aunque hagamos la guerra… ¡ni siquiera a tu pareja la quieres incondicionalmente! A tu pareja le estás exigiendo siempre cosas. Pero tus hijos pueden hacerte lo que sea, porque son tus hijos… no es sensato prescindir del único espacio que nos proporciona esa seguridad, ese amor incondicional. Hay ahí una garantía de fidelidad. Un compromiso: yo me comprometo a quererte siempre, y no porque no conozca tus defectos, que los conozco. Es porque aun con conciencia de tus imperfecciones, te quiero. Y el ser humano necesita saber que puede ser querido siendo imperfecto.