La monja germana Roswitha decía que Córdoba era la perla del mundo en el siglo X. Aunque sus palabras se hayan demostrado exageradas, no se equivocaba la religiosa al situar la capital del califato cordobés (929-1031) en el podio de las ciudades más importantes de Occidente. En aquella época, Córdoba fue epicentro cultural y de poder, en la que vivían artistas, hombres de letras, médicos... No había otro enclave en la Península Ibérica, ni en la parte musulmana ni en la cristiana, que albergase tanta magnificencia en sus dominios.
El período de mayor esplendor se registró durante el gobierno del califa Al-Hakam II, entre 961 y 976: quince años marcados por una paz casi absoluta en el interior de Al-Ándalus y una prosperidad generalizada, patrocinando la construcción de la ciudad palatina de Medina Azahara o rematando la ampliación de la mezquita. Pero el califato omeya se caracterizó, sobre todo, por su capacidad para erigir un auténtico estado con una estructura centralizada estable que sobrevivía a las personas que la ocupaban.
"Ninguna formación política de la Europa occidental en ese período presentaba un aparato político e institucional tan imponente", explica Eduardo Manzano. El profesor de Investigación en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC, cuyo trabajo se ha centrado en analizar la historia de Al-Ándalus, publica ahora un ensayo, La corte del califa (Crítica) que se sumerge en ese cénit de la ciudad de Córdoba. Ha sido capaz de reconstruir los mecanismos de gobierno y las costumbres de la época basándose en los manuscritos de un cronista de la corte del califa que dejó por escrito los sucesos acontecidos durante algo más de cuatro años, entre junio de 971 y julio de 975.
¿Cómo logró Al-Hakam II otorgar semejante grado de riqueza al centro del califato? "Consiguió adecuarse muy bien a la realidad social del momento", explica Manzano a este periódico. "Logra centralizar los impuestos y redistribuirlos, haciendo que toda Al-Ándalus tribute a Córdoba, y obtener el apoyo de las élites urbanas". Además, se establece una suerte de organización ministerial, en la que a cada visir le corresponde una función determinada: el ejército, el orden en la ciudad, los sistemas de caballería...
Otra de las principales conclusiones del trabajo de Manzano es que, contra lo que dicen algunas versiones, Al-Hakam II "no era un tirano". "Él se presenta como un gobernante genuinamente interesado en el bienestar de sus súbditos, en mantener el orden. Es un califa que intenta erradicar la corrupción, hace gala de estar sometido a la ley musulmana y si detecta problemas, como que hay una calle demasiado estrecha, toma medidas para ampliarla". También se perfecciona un aparato judicial muy desarrollado.
Relación con los cristianos
De las crónicas de Isa al-Razi, de las cuales se conserva en la Real Academia de la Historia una traducción, se desprenden fogonazos de la vida de Córdoba en la segunda mitad del siglo X. "Era una sociedad muy viva, dinámica, con muchas interacciones entre la gente y bastante riqueza", señala Manzano. Los manuscritos recogen la importancia del zoco, situado cerca del alcázar, plagado de vendedores ambulantes, y otras anécdotas, como el poeta que se enamora de una mujer a simple vista, la persigue por las calles de la ciudad, pero no halla más que el rechazo.
El califato, que se extendía desde la ciudad portuguesa de Coimbra hasta más allá del río Ebro, abrió por primera vez rutas comerciales de larga distancia por todo el Mediterráneo. Las relaciones fueron fluidas con el Condado de Barcelona, no así con otros territorios cristianos del norte peninsular. En la propia Córdoba, que era un hervidero de gente —se estima que vivían en aquel entonces unas 80.000 personas—, los musulmanes y sus enemigos convivían pacíficamente. "La sociedad cristiana ya era minoría en Al-Ándalus, pero algunos barrios de la ciudad seguían siendo cristianos. Incluso los obispos trabajan como traductores para el califa", revela el investigador del CSIC.
Todas las comunidades medievales musulmanes confinaban a la mujer al ámbito privado, prohibiéndoles la presencia activa en la vida pública; eran sociedades patriarcales. Sin embargo, a través de los relatos que han sobrevivido se puede saber que las esposas del califa tuvieron un papel importante a nivel político, aconsejando a Al-Hakam II en la toma de decisiones. Han quedado registrados, asimismo, otros casos de mujeres que trabajaron en la administración como calígrafas.
¿Y a qué se debió el ocaso del poderoso califato? "Las contradicciones internas provocaron que se viniese abajo", señala Manzano. El descontento comenzó a propagarse entre el pueblo a causa de la enorme cantidad de impuestos, dando lugar a una fuerte resistencia social que, sumada a las intrigas políticas, abocó a la ruptura del consenso que había convertido a Córdoba en esa perla de Occidente: "Mantener fuerte el papel del estado fue a la larga imposible".
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