"Ahora que Gerda ha muerto, todo se ha acabado para mí". La frase de Robert Capa, el gran fotorreportero, describe el abismo que se abrió en su vida al enterarse a través de un periódico, esperando en la consulta de un dentista en París, del trágico fallecimiento de su amada, la poliédrica Gerda Taro, en la batalla de Brunete; fue una herida que nunca llegó a cicatrizar, tan profunda que derrumbó interiormente al autor de Muerte de un miliciano, la famosísima foto de la Guerra Civil española.
Pero la de Capa no era la identidad real del fotógrafo, de nombre André Friedman, sino un mero seudónimo, una marca bajo la que esconder una pasión: la de capturar imágenes; una historia ficticia de riqueza y éxito, de lo que ellos carecían. Porque ese alias fue un ingenio de Gerda, Gerda Pohorylle, la mujer oculta detrás de la leyenda del fotoperiodista, la joven rebelde, inconformista, antifascista, que prefirió combatir con una cámara Leica desde las trincheras a la seguridad de los estudios de moda, inmortalizando a actrices y maniquíes.
Taro y Capa se trasladaron a España en julio de 1936 para recoger con sus aparatos el horror de la guerra desencadenada por la sublevación militar. Las imágenes de la pareja, comprometida con el bando republicano, pretendían sacudir conciencias, mantener viva la protesta, provocar la intervención de las fuerzas democráticas ante el ataque del fascismo. No les bastaba con la vertiginosidad diaria en la que habitaba el Hotel Florida, en ese Madrid en el que llovían las bombas; sino que necesitaban respirar el fuego de la primera línea.
En el frente, como mayor expresión de la tragedia, murió Gerda. Fue el 26 de julio de 1937, un día después de haber sido atropellada de forma accidental por un tanque de los suyos. Perdió la vida, a los 26 años, como un soldado; y su funeral, en París, parecía el de un jefe de Estado, no el de una fotorreportera. Banderas rojas, discursos combativos y ese compañero hecho añicos. Las cadenas del pesado vehículo espachurraron el aliento de Taro y el tiempo se comió su legado: Robert Capa quedó como el genio del fotoperiodismo, ¿pero qué hubiera sido de él sin su otra mitad?
Fotos que nunca fueron de Capa
"Él no fue un héroe solitario", cuenta a este periódico la escritora alemana Helena Janeczek, autora de La chicha de la Leica, editada ahora en España por Tusquets y que novela la vida de la primera fotorreportera muerta en el campo de batalla. "Gerda le ayuda a Capa a encontrar una personalidad pública, hace como un manager; mientras Capa le enseña a Gerda a fotografiar. Era una partnertship en todos los sentidos. Fueron muy complementarios". Se conocieron en París, adonde la joven alegre, revolucionaria, nacida en Alemania en el seno de una familia burguesa de procedencia judía, había llegado huyendo de la amenaza del nazismo.
Robert Capa fue una suerte de empresa, un copyright mutuo para las fotografías de ambos, el seudónimo que luego la historia solo ha querido relacionar con un hombre, olvidándose de la mujer. "Todavía hay ahora muchas fotos muy famosas que se atribuyen a Capa, casi de forma automática, y no son suyas", lamenta Janeczek. Y eso que el fotógrafo húngaro jamás quiso agenciarse todo el mérito: en Death in the making, el primer libro que publica sobre la Guerra Civil en 1938, Capa incluye varias instantáneas tomadas por la alemana y le brinda una emotiva dedicatoria, "A Gerda, que pasó un año en el frente español, y allí quedó".
Ella fue una de tantas mujeres pioneras en su campo, como Martha Gellhorn, que tuvieron un importante papel en la contienda española. Taro era una reportera de primera línea que al regresar del frente no escondía su faceta más coqueta y presumida: "Cuando regresaba a Madrid se arreglaba, se quitaba el polvo y se ponía una blusita mona. Se convertía entonces en esa joven seductora, divertida, a quien le encantaba bailar y que lograba transmitir esa frescura, esa alegría a todos los que estaban a su alrededor", dice la escritora. Alberti decía que en sus ojos podía leer "el alborozo del peligro, la sonrisa de la juventud inmortal, dinámica, valiente, tal vez inconsciente, pero en cualquier caso decidida e irresistible".
Fotografía como medio de denuncia
En el libro, Janeczek fabrica una hermosa novela a través de documentos y memorias; recupera la figura de Taro ficcionando algunos pasajes de su vida, como ella hizo de la mano de André para reinventarse a sí mismos. "Eran unos jóvenes que habían crecido en un universo de sueño, de cine, pero al mismo tiempo tenían una confianza total en la fotografía como medio de denuncia, de documentación de la realidad. Pensé que la forma probablemente más 'fiel' de devolverles esas dos cosas era hacer un libro que fuera una mezcla de realidad y ficción en el que no se pueda casi distinguir entre una y la otra, pero basando la historia en documentación real", explica la autora de La chica de la Leica.
A pesar de trabajar como uno, el estilo de ambos era muy diferente; la paradoja del primer gran fotoperiodista. Los retratos de Capa son mucho más emotivos y empáticos; los de Taro, de un marcado sentido estético y geométrico, más distantes. Esto se comprueba observando sus fotografías sobre un grupo de civiles bombardeados por la aviación franquista en la carretera de Málaga en febrero de 1937.
Y hablando de fotos, poco más de un año separa la imagen de la sonriente pareja en la terraza del Café du Dôme, en París, y esa última captura conocida de Gerda Taro con vida, agonizante en una camilla, al cuidado de un médico de las Brigadas Internacionales en El Escorial, y revelada a comienzos de 2018 por una casualidad tuitera. ¿Le hubiera dado un nuevo sentido Janeczek a su obra de haber tenido acceso a esa última postal? "No, porque todo el libro se basa en el hecho de que Gerda ha muerto, pero ha quedado viva en la mente de todos los que han estado con ella".