El diálogo tiene lugar en la “Sala clandestina” de la librería Amapolas en Octubre, en la calle Pelayo de Madrid. Muy cerca de las aceras que conocieron a un Luis Alberto de Cuenca febril, que cabalgaba a lomos de La Movida cuando su interlocutor no había nacido. Esta conversación es, por tanto, un cruce de caminos… y de generaciones.
La charla tiene que ver con la publicación de Es sólo vivir (Aguilar, 2021), el primer poemario de Daniel Ramírez García-Mina, escritor y periodista de este diario. Aunque también funciona como aperitivo de Después del paraíso (Visor, 2021), que está a punto de estrenar De Cuenca.
Circulan varios poetas. Porque algunos de los favoritos de Ramírez, como Celaya, fueron amigos de De Cuenca. Pero el encuentro no es una mochila llena de citas, tampoco un repaso teórico por la poesía.
Se trata de un paseo por los secretos de la vida que empujan la escritura: los amores que pueden suceder y no suceden, la luminosidad de los recuerdos, la melancolía del pasado y el miedo al futuro, la patria de la infancia… En definitiva, los temas que vienen caracterizando la poesía de Luis Alberto de Cuenca durante décadas –maestro del género– y que también palpitan en el libro de Ramírez.
Presenta el acto Laura Riñón Sirera, escritora y dueña de Amapolas en octubre, que celebra la literatura –¡y la poesía!– con esta reflexión: “La pandemia no ha hecho leer a los que no leían, pero sí ha rescatado a aquellos que decían no hacerlo por falta de tiempo. Esos están aquí, y pasado más de un año, siguen leyendo con voracidad”.
Luis Alberto. Fíjate, yo conocí y publiqué en esta colección a través de un común amigo, Karmelo C. Iribarren. Déjame leer una cosa para romper el hielo. Él dice de tu poesía: “Los poemas de Dani Ramírez son como pequeños hallazgos entre el tráfago incesante de los días laborables. Pasan rápido, como los edificios vistos por la ventanilla de los transportes urbanos, pero mañana seguirán estando ahí, esperándote. Si piensas que la poesía es algo ajeno a tu vida, lee estos poemas. Te la encontrarás al salir del portal”.
Daniel. El párrafo es un poema en sí mismo. Me emocionó. Ya sabes que Karmelo y tú estáis en mi club de los poetas vivos preferidos. Por eso me hace tanta ilusión que me acompañes hoy. Me hiciste leer poesía y ahora escribirla.
L. Discurrimos por una misma estética, aunque tú eres más minimalista. Yo tengo una carga retórica mayor, probablemente debido a mi edad. Pero contamos historias. Eso es lo que hacemos. Tú estás más cerca de esa corriente americana, lo que llaman el “dirty realism”, el realismo sucio. Pero, oye, tú no eres nada sucio.
D. ¡Gracias, Luis Alberto! Además, hoy he venido muy aseado.
L. No sólo porque has venido bien vestido, sino porque el realismo tuyo no es sucio, aunque tampoco el de Karmelo. Sí el de otros autores como Roger Wolfe, que es más duro, más acre. ¿Te gusta Wolfe?
D. Sí. Lo he leído mucho. Es cierto que, si tuviéramos que hacer una escala de dureza, yo estaría lejos de Wolfe. Después de él iría Karmelo. Soy el menos duro de los tres, si lo medimos en términos del llamado “realismo sucio”.
L. Sí, es verdad. Tu poesía hiere menos al espectador. Pero las heridas que causa Wolfe en sus lectores… Son muy importantes. Me fascinan. Oye, ya que has hablado de tu “club de los poetas vivos”. ¿Quiénes más están ahí? Háblame también de los muertos. Tengo curiosidad.
D. Me viene rápido a la cabeza Miguel d’Ors.
L. Tiene que ver con tu patria chica, Navarra.
D. Sí. Él se hizo poeta allí, ¿no?
L. Porque su padre era catedrático en la Universidad de Navarra.
D. También me ha marcado mucho Celaya. Aunque hace una poesía más política que la nuestra, también cuenta historias a través de las pequeñas cosas. Eso es lo que me interesa.
L. Tuve la oportunidad de conocer a Celaya, ya lo sabes. Tenía una virtud fantástica: comunicaba a todo el mundo, fuera culto o iletrado. La poesía de Celaya llega muy fácil. Esa poesía cargada de futuro de la que él hablaba… Al final, para mí, lo de menos era la ideología; lo más importante era la fuerza comunicativa y entrañable de sus versos.
D. ¿Cómo conociste a Celaya?
L. En la calle Príncipe de Vergara, en una cafetería. Estaba él con Amparitxu, su mujer. Yo tendría dieciocho o diecinueve años. Me atreví y me acerqué. Le dije: “¿Es usted don Gabriel Celaya?”. Me respondió: “Sí, muchacho, tómate una caña con nosotros”. A partir de ese momento, se gestó una relación. Me fascinó siempre Celaya. Cuando lo conocí, yo sólo había leído un libro suyo: “Poesía urgente”. Una antología que editó Losada en Buenos Aires, porque Celaya estaba prohibido en España. Vivía en la calle Nieremberg.
D. En el barrio de La Prosperidad, ¿no?
L. Sí. Allí vivió hasta que se murió. Era un ingeniero del verso, un obrero del verso. Un donostiarra fantástico.
D. Ingeniero de verdad; porque estudió ingeniería.
L. Así es. Sigamos: ¿quién más está en tu club de los poetas muertos?
D. Descubrí hace poco a Idea Vilariño, una poeta uruguaya. Tiene unos versos muy potentes, muy pegados a la calle. Siempre me acuerdo de uno: “Me faltan tantas cosas que me duelen las manos”.
L. Qué bonito. ¡Ese verso también lo podrías haber escrito tú!
D. Joder, ¡ojalá!
L. Oye, me emociona que cites en tu libro el “Ara que tinc vint anys”, de Serrat. Me acuerdo de haberlo escuchado por primera vez precisamente cuando yo tenía veinte años. Serrat es poco mayor que yo. Es una canción fundamental para la vida. Enlaza muy bien con los poemas de los que estamos hablando: poemas escritos para disfrutar del instante.
D. Decía tu amigo de juventud Luis Antonio de Villena que la poesía no es tanto apresar el recuerdo, sino el instante. Es una de las mejores definiciones que he encontrado de la poesía.
L. Sí, es muy atinada. Hablando de los instantes: hay un poema tuyo, “Descarrilamos”, en el que hablas de esa chica, en un tren, que se queda dormida en tu hombro. Entonces, se despierta y pide perdón. Os miráis. Y al final, tú hablas de que las pequeñas grandes historias empiezan así, aunque no fuera vuestro caso. ¿Conoces un poema de Miguel d’Ors que se llama “La carta”?
D. No.
L. También habla de eso. “A ti, que serás siempre La Ignorada, a ti, que llegaste a quién sabe qué lugar cuando yo acababa, ay, de salir de él”. Ese tipo de tema te fascina. A mí también: un cruce de caminos entre dos seres humanos del que puede nacer algo grande, pero que finalmente no ocurre. La magia del azar, de lo fortuito.
D. Eso está en los dos poemas, es verdad.
L. Son esas anécdotas aparentemente nimias, pero tan emocionantes.
D. Una anécdota que, en este caso, es real.
L. Creo que hablamos de esto cuando nos conocimos.
D. Sí, porque recuerdo que me preguntaste: “Al ser poemas tan realistas, ¿tienen mucho de realidad?”.
L. Y la tienen.
D. Sí, probablemente por deformación profesional. Un periodista, al fin y al cabo, lo que hace es mirar. Y también, quizá, por incapacidad de imaginar. Algunos de tus poemas más verdaderos nacen, en cambio, de la ficción.
L. Es verdad.
D. Luis Alberto, una pregunta: cuando escribes un poema realista que, además, nace de una anécdota real, ¿tienes la sensación de que no tiene mérito? Es que yo a veces pienso: “No tiene mérito porque lo que he hecho ha sido simplemente mirar y transcribir”.
L. Sí, sí. Es algo mágico. Tiene que ver con la inspiración y la musa. Pienso que los poemas nos los regala alguien. Tenemos poco que hacer al respecto. De repente, alguien nos los entrega. Eso no le pasa al novelista, que tiene que establecer una disciplina de trabajo. Volviendo a tu pregunta: sí, tengo esa sensación evanescente de que alguien me está dictando. No lo digo por parecer un loco romántico, es la verdad. Me interesa la poesía con emoción. La poesía sin emoción no existe.
D. ¿A qué te refieres exactamente?
L. Por ejemplo, algunos dicen que Bécquer era un poeta cursi y trasnochado. Es injusto. Bécquer es el padre de la poesía contemporánea. Leer sus rimas es una fiesta de la emoción. Oye, por cierto, “Es sólo vivir”, el título del libro… ¡Le has puesto la tilde! ¿No haces caso a la Real Academia de la Lengua?
D. Lo siento, maestro. Siempre se la pongo, porque creo que esa tilde sí sirve para algo. Tiene una función. Soy un revolucionario solotildista.
L. Yo no tengo claro si conviene hacerlo, lo que pasa es que soy al mismo tiempo un abyecto seguidor de las normas académicas. Me da igual lo que digan, siempre les hago caso.
D. Una vez me dijiste que la ley te genera mucha tranquilidad.
L. Es verdad. Debería generarnos tranquilidad a todos, lo que pasa es que… –suelta una carcajada–. Volvamos a la poesía. También nos une lo misterioso. En un poema titulado “Raíces”, hablas de esos viajes de vuelta a casa, entiendo que a Pamplona, y terminas diciendo: “Sé que nada cambiará… hasta que ellos no estén”. El miedo al paso del tiempo.
D. Y la melancolía del niño de provincias. Todos los que llegamos a Madrid desde una ciudad o pueblo más pequeño…
L. ¡Oye, que Pamplona no es tan pequeña!
D. En comparación con Madrid…
L. Lo has dicho como si fuera Soria.
D. Es una ciudad maravillosa, pero pequeña. Lo que pasa es que Shakespeare escribió una vez aquello de… “Navarra será un día el asombro del mundo”. Entonces parece más grande.
L. En “Trabajos de amor perdidos”. Magnífica obra. Decías…
D. Hablaba de esa emoción del niño de provincias que llega a Madrid, “rompeolas de todas las Españas”…
L. Machado.
D. Y, entonces, cuando vuelves a casa, parece como si el tiempo no hubiera pasado, como si allí no ocurrieran cosas y todo fuera siempre igual. Entonces, hay un vértigo: sabes que, como dice el poema, “nada cambiará hasta que ellos no estén”. Los padres, los abuelos…
L. Sí, es como la anticipación a un sentimiento que llegará en el futuro. Porque el futuro también puede producir melancolía. Fíjate, en “Las chicas del Metro” está eso de lo que te hablo. Te cruzas con una chica, os miráis, ella se baja del vagón… Y hablas de ese “baúl de las vidas no vividas que ojalá un día pudiéramos abrir”.
D. También hay mucho de eso en tu poesía. Acabo de leer la edición que acaba de publicar Reino de Cordelia de tu libro “Por fuertes y fronteras”: el baúl que se abre y se cierra. Qué pasaría si… Como cuando escribiste ese poema a todas las mujeres de tu vida. Entrar y salir de un bar, subir y bajar de un autobús, saludar o no a alguien… ahí está la poesía.
L. Claro. Perdona que ponga un ejemplo un tanto oscuro, pero piensa en Jack el destripador. Si aquella prostituta no hubiera pasado por esa calle a la misma hora… Probablemente hubiera envejecido y habría muerto de una enfermedad venérea. Más temas… la infancia. Eres muy joven, pero hay un continuo regreso a la infancia.
D. La verdadera patria, según Rilke.
L. Decía Pessoa que en la niñez de todos nosotros hay un jardín en el que se juega de manera extenuante y el juego es el rey del campo.
D. Para englobar todo esto me gusta mucho la expresión que acuñó Miki Naranja, fallecido hace poco. Un poeta fantástico. Él hablaba del “lirismo de lo cotidiano”. Es que hay situaciones, momentos, que son como un disparo de pistola, que obligan a coger la libreta.
L. Además, si no los escribes en ese momento, o por lo menos anotas las ideas, se borran. Porque el instante nunca permanece, a pesar de lo que decía Goethe: “Detente, instante, eres tan bello…”. Oye, no todo es suave, también hay algo en ti de revolución. Dices que si “los dioses que se olvidaron de nosotros” no espabilan, “nos presentamos todos allí arriba de golpe”. ¡Todo un golpe!
D. Hay una conexión con un poema tuyo que luego cantó Loquillo: “¿Y qué voy a hacer? ¿Dar un golpe de estado libertario?”.
L. Hablaba de esas chicas que se casan, pero siguen colgadas de un novio antiguo. Esas chicas que no querían nada y que, después, cuando ya es imposible, vuelven a ti. Entonces, uno responde: “¿Qué quieres que haga? ¿Dar un golpe de estado libertario?”.
D. La poesía como aventura. Con los libros podemos dar un golpe libertario, viajar a todos los continentes, combatir en una guerra… Lo de Pierre Mac Orlan, ese escritor que hablaba del “aventurero sedentario”. Como lo era, en cierto modo, Baroja. Pienso también en tu biblioteca, Luis Alberto, con todas esas figuritas de héroes y villanos. Estar ahí sentado y vivir una aventura salvaje.
L. Borges, que es uno de mis autores predilectos, lo explica muy bien cuando dice: “Soy quien cuenta las sílabas, pero me habría gustado ser el que moría en el campo de batalla”. Oye, ¡contar sílabas no es ninguna tontería! La literatura colma ese lado nuestro de frustración por no vivir una vida más intensa. En los libros somos todos los personajes a la vez. Es el mayor bálsamo que conozco contra esa cotidianidad terrible que nos mata.
D. Los libros, más que nunca, nos han salvado durante la pandemia. La novela que da nombre a esta librería, “Amapolas en octubre”, encapsula muy bien todo esto de lo que estamos hablando: un libro sobre libros.
L. Es verdad. La literatura es imparable. Laura, antes de empezar, me contaba que la librería la puso a imagen y semejanza de la que funda en su novela. Es maravilloso trasladar la realidad a la ficción.
D. Luis Alberto, en una entrevista con “Hotel Jorge Juan”, Javier Aznar te pidió un lema de vida. Dijiste: “Sin miedo y sin esperanza”. Con la osadía que dan los veinte años, con la canción de Serrat en la mano, te hago una enmienda a la totalidad. Tu poesía es muy luminosa: quita el miedo y da esperanza.
L. Te confesaré algo. Cuando firmaba a los lectores mi libro titulado “Sin miedo ni esperanza”, les escribía: “Sin miedo, pero con esperanza”.
D. Eso. Sin miedo, pero con esperanza.