Recuerdo lo mucho que me inquietó el personaje de Jack Fairy la primera vez que vi Velvet Goldmine, la película de Todd Haynes sobre el Glam rock. Apenas pronunciaba un par de frases en toda la cinta. No tenía importancia para la trama. Se limitaba a deslizarse sutilmente entre las vidas de los protagonistas sin rozarlos, como una presencia leve y sombría.
Sin embargo había algo extraño en él, algo intangible e incómodamente hipnótico que, a pesar de todo, lo dotaba de cierta relevancia esencial. Vi la película unas cuantas veces más durante los años siguientes y un día comprendí al fin qué pintaba ese personaje en aquella historia: él era el Glam rock. Él era todo lo que sucedía. El relato comenzaba y terminaba en Jack Fairy. Siempre he pensado que con Tino Casal y la Movida madrileña sucede algo muy parecido.
Hace un cuarto de siglo que falleció Tino Casal y con él se fue, para siempre, la Movida madrileña
Esta semana se cumple un cuarto de siglo de su muerte. De la muerte de ambos. De la muerte de Casal y de la muerte de la Movida. “No hay que enterrarla porque se ha evanescido, ni tan siquiera tiene cuerpo para enterrar -se revolvía entonces Álvarez del Manzano, alcalde de Madrid-. Era algo etéreo, una propaganda política, no ha dejado un solo poso. Yo no recuerdo un solo libro, un solo cuadro, un solo disco; nada, de la movida no ha quedado nada”. Lo contaba Diego A. Manrique años más tarde, el 27 de diciembre de 1999, en un espléndido reportaje publicado en el diario El País titulado: "Gloria y fango de la Movida".
Lo que tal vez ignoraba Álvarez del Manzano es que el lema “si recuerdas la Movida es que no estuviste en ella” nos legitimaba para pensar que su olvido podría deberse, quizá, al maquillaje, los tacones y las largas noches en el Rock-Ola (justo el pasado viernes inauguraron una nueva versión del mítico club). Es una hipótesis.
Juega sin propaganda
Acertaba, no obstante, el alcalde al afirmar que la Movida no había dejado un solo poso -algo de nata, en todo caso-, pero se equivocaba al considerarla una propaganda política. De hecho, es posible que se tratase exactamente de todo lo contrario. A veces tengo la impresión de que la Movida no fue más que una fiesta de fin de curso. Una juerga descarada y rebosante que celebraba el final de una etapa gris, triste y enfermiza. Una juerga necesaria. Una juerga saludable. Pero una simple juerga, al fin y al cabo. Y en plena juerga a ver quién se acuerda de la propaganda.
Ha sido denominada como “movimiento contracultural”. Se la ha asociado con la izquierda política. Fue considerada por muchos como una corriente transgresora y un ejercicio de rebeldía obrera. La realidad, sin embargo, es bien distinta. Si algo caracterizó a la Movida fue su total ausencia de base ideológica. Y buena prueba de ello es que, salvo a Álvarez del Manzano, contentó a todo el mundo.
El inmaculado consenso político aplicado a un universo cultural que no incomodaba a nadie
No hubo nadie que no aplaudiese. Ni los asistentes a sus conciertos y exposiciones, ni las emisoras de radio en las que se emitieron sus programas, ni las instituciones que los contrataron ni la televisión pública que les concedió varios espacios. Lo cual no tiene nada de malo, pero llamemos a las cosas por su nombre. Javier Marías definió una vez la Movida como “el recreo de la transición” y tal vez sea la descripción más precisa. El inmaculado consenso político aplicado a un universo cultural que no incomodaba a nadie.
Como explica Luisa Elena Delgado en La nación singular: Fantasías de la normalidad democrática española (Siglo XXI Editores, 2014), la negociación a la baja a la que obliga la obsesión por el consenso se traduce en una cultura desideologizada y amparada financieramente por un estado que la usa como vía para la reconciliación en tiempos convulsos. Difícilmente puede una corriente ser transgresora y rebelde cuando, salvo en lo que se refiere a aspectos puramente estéticos, nada es lo que transgrede y contra nada se rebela. Todo lo contrario.
“La Movida era una cosa de pijos”
Así lo sentían los otros habitantes de la Movida. Los que sí tenían ganas de poner el mundo patas arriba. Las Hornadas Irritantes en las que militaban Glutamato Ye-Yé, Sindicato Malone, Derribos Arias o Siniestro Total, entre otros. Fue precisamente Patacho, guitarrista de Glutamato, quien me explicó hace ya 15 años la diferencia entre estas bandas, que no contaban con el favor de autoridades y mandatarios, y los Nacha Pop, Alaska y Secretos de turno. “La Movida era una cosa de pijos”, declaraba a Efe en 2006 Fernando Márquez El Zurdo, descreído del movimiento en el que participó y cuya voz se une ahora a la de quienes defienden que consistió en un grupo de jóvenes de clase media y alta jugando a ser más modernos que nadie.
Tino Casal fue uno de los principales exponentes de aquella revolución de lentejuelas, hombreras y laca que inundaba Madrid en los ochenta
Y en medio del jaleo, llamativo pero a la vez discreto, como Jack Fairy en Velvet Goldmine, paseaba con sutileza a través de los años José Celestino Casal Álvarez, que rozando la treintena había regresado de Londres convertido en Tino Casal para erigirse en uno de los principales exponentes de aquella revolución de lentejuelas, hombreras y laca que inundaba Madrid en los ochenta.
Por eso, tal vez, su caso es tan paradigmático. Asturiano, natural del pequeño pueblo de Tudela Veguín, había probado fortuna en la música con Los Archiduques antes de marcharse a principios de los setenta a Inglaterra en busca de la liberación que aquí parecía tardar en llegar.
Cantaba bien, pero no tenía un talento especial como cantante, como todos los demás
Regresó con Arias Navarro ya llorado en prime time, Suárez al frente del gobierno y Queen, David Bowie y T.Rex en la retina y la maleta. No era brillante a la hora de componer canciones, como casi todos los demás. Cantaba bien, pero no tenía un talento especial como cantante, como todos los demás. Pero atesoraba una gran virtud, que consistía en ser original. En ser distinto. Tan original y distinto que era igual que todos los demás.
Porque esa era la verdadera y sola pulsión que latía en la noche madrileña. Durante la media docena de días y miles de noches que duró la Movida, todos en ella querían ser únicos. Diferentes al resto. Especiales. Justamente lo mismo que sucede hoy en día. Mientras me documentaba sobre el Madrid de los ochenta he recordado en no pocas ocasiones el libro de Víctor Lenore Indies, hipsters y gafapastas: Crónica de una dominación cultural (Capitán Swing, 2014), en el que habla de la modernidad actual como una corriente superficial, estética, cuyos estilismos diferenciados y consumo de productos culturales teóricamente minoritarios otorga a sus fieles una cierta superioridad moral sobre las masas aborregadas. Circunstancia de la que se ha percatado la astuta industria para crear un mercado específico para ellos en el que, ignorando que también son pastoreados, puedan seguir sintiéndose especiales y alejados de la tendencia mayoritaria.
La metáfora de la Movida
El parecido con la Movida es innegable. “El auge de Mecano fue el símbolo apocalíptico de que todo se iba a la mierda y de que llegaba la mentalidad industrial", lamentaba El Zurdo en la mencionada entrevista. Estamos hablando de la segunda mitad de la década de los ochenta, la Nueva Ola madrileña había ido evolucionando, cada uno había ido ocupando su nicho, y a lo lejos, al fondo del escenario, Tino Casal progresaba en su trayectoria particular. La Movida comenzaba a venirse abajo y él publicaba su disco de mayor éxito, Lágrimas de cocodrilo, cuyo primer corte era la célebre Eloise, single del año en 1988.
Qué habría sido de Tino Casal de haber deambulado por los noventa y el nuevo siglo
Poco después, el 22 de septiembre de 1991, fallecía en un accidente de tráfico en Madrid. A veces me pregunto qué sería de los tipos como Jack Fairy. Si sabrían adaptarse al agotamiento del Glam. Si serían capaces de dejar atrás el rímel y el lápiz de labios y mimetizarse con la gris Inglaterra de Margaret Thatcher. Y me pregunto qué habría sido de Tino Casal de haber deambulado por los noventa y el nuevo siglo. Si habría podido abandonar su personaje. Si se habría acostumbrado sin remedio a un Madrid sin boas de plumas, crestas y pantys agujereados.
Aunque puede que nada de eso se hubiese evanescido -en palabras de Álvarez del Manzano- si no hubiese fallecido Casal. Nunca lo sabremos, pero me temo que la Movida madrileña, seguramente el movimiento cultural más vibrante de toda la historia de la noche de Madrid, también se estrelló contra aquella farola de la M-500 la madrugada del 22 de septiembre de 1991, hace ahora 25 años. Como Jack Fairy, a modo de metáfora, tal vez el relato comenzase y terminase en Tino Casal.