Casi todo es música. O, al menos, podría serlo. La cucharilla tintineando contra la taza al remover el café. La lluvia que tamborilea sobre el asfalto, los toldos y los tejados. La cadencia del ascensor al deslizarse una y otra vez entre los pisos. En cierta ocasión, mientras visitaba un estudio de grabación en Lavapiés, un conocido guitarrista y productor reclamó mi atención haciendo sonar una moneda contra uno de los pies de micrófono de la cabina. “Está en una octava muy baja y no lo aprecias, pero, seguramente, se trata de un la sostenido”. Quedaba así establecida la equivalencia entre un ruido y una nota. Ese fue el momento en el que comprendí que bastaban unos cuantos ruidos para formar una melodía. Y que su adecuación a las reglas de la armonía y el ritmo los convertirían, además, en música.
En cierto sentido, la música es la domesticación del ruido. Una canción es una serie de sonidos perfectamente ordenados, bien vestidos y peinados, comportándose correctamente. Aunque se trate de thrash metal. El ruido de cláxones al fondo de la calle, en el epicentro del atasco, puede no ser más que un grupo de notas sonando de forma arbitraria, ajenas a cualquier simetría.
La música es la domesticación del ruido. Una canción es una serie de sonidos perfectamente ordenados, bien vestidos y peinados, comportándose correctamente
Pero a veces, si escuchamos con atención, podemos advertir cómo el azar quiere que, en un momento determinado, en mitad de esa melodía caótica, se repita un patrón rítmico con cierta coherencia armónica. Y entonces el sonido asilvestrado de la ciudad se transforma durante unos instantes en música para, poco después, desvanecerse de nuevo. Como una cara en las nubes. Tal vez sólo sea una coincidencia. Un montón de gotas de agua repartidas por la atmósfera en el lugar adecuado y en el momento oportuno. Pero es una cara, al fin y al cabo.
La música da forma
Decía Georges Braque que la música da forma al silencio del mismo modo en que un jarrón da forma al vacío. Sería justo añadir que la música da forma al silencio pero también al ruido. Más aún: precisamente al ruido. Porque todo lo que está a nuestro alrededor es ruido. Y, por lo tanto, bajo las condiciones de armonía y ritmo apropiadas, música. Suenan el viento y los árboles y las hojas. Suenan los océanos y sus mareas. Suenan las tripas del planeta. Y las nuestras.
Todo hace ruido. Incluso el ensordecedor quejido del mundo desintegrándose está siempre ahí, aunque no lo escuchemos
Cuando John Cage se introdujo en una cámara anecoica en la Universidad de Harvard en 1952 siguió escuchando dos ruidos, a pesar de todo. Uno agudo y otro grave. El primero consistía en acúfenos provocados por el descenso repentino de sonido; el segundo era su sistema cardiovascular en funcionamiento. “No existe el silencio total”, concluyó el autor de 4’33. Todo hace ruido. Incluso el ensordecedor quejido del mundo desintegrándose está siempre ahí, aunque no lo escuchemos.
Pero Judy Twedt y Dargan Frierson, de la Universidad de Washington, se han empeñado en que lo hagamos. En los años cincuenta, cuando se creía que la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera era muy voluble, Charles David Keeling descubrió alteraciones periódicas vinculadas con la estación del año e incluso con el momento del día, pero lo más importante es que registró un incremento anual directamente relacionado con el uso de combustibles fósiles.
A partir de ahí, en el año 1958, su equipo comenzó a realizar mediciones constantes de CO2 desde el volcán Mauna Loa, en Hawái, elaborando una gráfica conocida como “la curva de Keeling”, que refleja el incremento incesante de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera desde entonces hasta la actualidad, habiéndose superado las 400 partes por millón en volumen en abril de 2015.
Ruido sordo y estruendoso
El aumento de este gas de efecto invernadero, uno de los principales responsables del calentamiento global y de la acidificación del océano -se disuelve en sus aguas formando ácido carbónico-, está destruyendo el planeta. Y esa destrucción, lenta pero continua como el colapso de un glaciar, provoca un ruido atronador que, sin embargo, a la vista de la somnolienta eficacia del Protocolo de Kioto, parece no ser suficiente. Un ruido sordo y a la vez estruendoso que no queremos o no somos capaces de escuchar.
Por eso Frierson y Twedt nos han dado oídos. Para que sintamos el estrépito de un planeta que se conduce a su propia devastación. Y para conseguirlo han transformado ese ruido de fondo en música. Lo han vestido. Lo han peinado. Lo han ordenado y lo han domesticado. Lo han rescatado del silencio para convertirlo en una sencilla geometría. La misma que rige la propia curva de Keeling.
Frierson y Twedt nos han dado oídos. Para que sintamos el estrépito de un planeta que se conduce a su propia devastación. Y para conseguirlo han transformado ese ruido de fondo en música
Mediante el programa Pyknon, un software que transforma datos en notas musicales, han extrapolado la información sobre las mediciones de dióxido de carbono que la curva refleja desde el año 1958 y la han trasladado a una escala musical que recorre casi todo el espectro, desde las octavas más bajas hasta las más altas, expresando así con gran elocuencia cómo los niveles de CO2 en la atmósfera se aproximan a un gran estallido final.
“Si se entiende la curva de Keeling, en cierto modo se conoce la historia del cambio climático”, explicaba Dargan Frierson al hacer pública la pieza, de apenas minuto y medio de duración. El resultado de convertir en música el aumento de la concentración de CO2 a lo largo de las décadas es un crescendo desproporcionado y nervioso, casi demencial, indicio inequívoco de la coda insoportable hacia la que se dirige el planeta debido al incremento de los gases. Así es como suena la destrucción del mundo:
No es lo mismo contemplar un gráfico que escucharlo. Una cosa es echar un vistazo de golpe a una curva ascendente y otra sentir cómo palpita; cómo el problema va creciendo y creciendo cada vez más acercándose a lo irreparable. Siempre se ha considerado la música como un vehículo de comunicación. Como una especie de lenguaje universal y primigenio. Ahora, por fin, podemos escuchar a la Tierra trasladándonos un mensaje. Y nos está pidiendo ayuda a través de una canción techno. Cosas veredes.