Nirvana se había pegado un tiro en la cabeza y Estados Unidos se lamía las heridas con el Superunknown de Soundgarden, el Dookie de Green Day, el Vitalogy de Pearl Jam, el Smash de The Offspring y el The Downward Spiral de Nine Inch Nails. Al otro lado del Atlántico, el britpop servía de trinchera al Reino Unido, que se parapetaba orgulloso tras el Different Class de Pulp, el The Great Escape de Blur, el (What’s the Story) Morning Glory? de Oasis y el The Bends de Radiohead, mientras en todos los rincones de España sonaba el Agila de Extremoduro. Sonaba en sus institutos, en sus cárceles, en sus burdeles y en sus conventos. Hubo un tiempo en que la voz de Robe Iniesta lo ocupaba todo.
Nada parecía amenazar aquella extraña calma chicha que se había instalado en mitad de los años noventa. Nada parecía inquietar la tranquilidad de las emisoras de radio, rendidas entonces al crujido primario de la guitarra eléctrica. Hasta que un día, sin previo aviso, algo se sacudió en las entrañas de Londres. Algo se despertó en lo más hondo de la industria musical, se extendió desbocado por el Támesis y provocó una ola gigante que cubrió el planeta entero. Era 4 de noviembre de 1996 y salía a la venta Spice, el álbum debut de las Spice Girls. “En cinco años no significará nada, pero hoy en día lo significa todo”, publicó la revista NME. Acertaron con puntualidad británica.
Qué manera de petar
Para cuando nos quisimos dar cuenta, las Spice Girls ya habían arrasado y saqueado todas las listas de ventas. Pestañeamos un instante a principios de 1997 y aquellas cinco chicas eran número uno en medio mundo. Al poco tiempo estarían rodando su propia película, publicando su propio libro y conquistando Estados Unidos enfundadas en la Union Jack, pero ninguna de esas cumbres habría sido posible de no ser por una hazaña previa tan leve como prodigiosa: haber escrito -junto a Matt Rowe y Richard Stannard- la canción pop perfecta.
Seleccionaron a cinco jóvenes a través de un casting en 1994, las trasladaron a una casa de tres habitaciones en un pueblecito cercano a Reading y allí se dedicaron durante varios meses a elaborar coreografías
Ese había sido desde el inicio el plan del manager Bob Herbert y su hijo Chris. Seleccionaron a cinco jóvenes a través de un casting en 1994, las trasladaron a una casa de tres habitaciones en un pueblecito cercano a Reading y allí se dedicaron durante varios meses a elaborar coreografías y grabar demos junto a los compositores Rowe y Stannard y el equipo de productores conocido como Absolute. Por fin, a mediados de 1995, y sobre una reconocible base rítmica creada por Rowe, habían creado entre todos el producto ideal. Las Spice Girls tenían su primer single, Wannabe. Y el mundo entero se puso a tararear.
Hay una regla no escrita que dice que una canción tendrá más éxito comercial cuanto más sencillo resulte tararearla. En la ducha, mientras tiendes la ropa, cuando esperas al autobús. Si en un momento dado te encuentras a ti mismo canturreando inconscientemente una melodía, seguramente se trate de un hit. Y a finales de los 90 toda la humanidad tarareó en algún momento Wannabe. Y lo hizo porque Wannabe era una canción pop redonda. Hasta tal punto lo era que, a nivel musical, armónico, era plana y elemental. No tenía nada. Desde el punto de vista instrumental también era simple, básica, no había nada especialmente brillante en su orquestación. Su letra, rayana en lo infantil, tampoco decía nada.
Toda ella giraba en torno al estribillo “te diré lo que yo quiero, lo que realmente, realmente yo quiero, así que dime lo que tú quieres, lo que realmente, realmente tú quieres, yo quiero, yo quiero, yo quiero, yo quiero, yo quiero realmente, realmente, realmente quiero zig-a-zig-ah”, así como al latiguillo “tira tu cuerpo al suelo y dale vueltas”, que se repite de nuevo al final de la canción, antes de la última frase “tira tu cuerpo al suelo y zig-a-zig-ah”, donde “zig-a-zig-ah” significa lo que uno quiera entender, como el propio grupo explica en su biografía. La canción sólo era un pretexto para vender algo. En este caso, discos. No tenía nada, pero tenía todo lo demás.
La canción insignificante
Porque, para la industria, lo que importa en una canción pop redonda, perfecta, es todo menos la canción. Mientras no moleste y se quede a un lado sin importunar a nadie, sin decir groserías, sin chirriar, sin llamar la atención, será la canción ideal. Sobre todo si tiene una melodía y un ritmo pegadizos. En el caso de Wannabe, lo mejor que tenía como canción era el casting. Geri Halliwell, Melanie Brown, Melanie Chisholm, Victoria Adams y Emma Bunton, que entró en la repesca tras la marcha de Michelle Stephenson. Cinco veinteañeras que enamorasen y representasen a sus admiradores y admiradoras a partes iguales. La esencia de los años noventa recogida en un grupo de “chicas picantes”.
Para la industria, lo que importa en una canción pop redonda, perfecta, es todo menos la canción: basta con que no moleste
El gran logro de sus managers es que habían conseguido instalar entre sus fans la pregunta “¿cuál eres tú?”. Su éxito, como antes había ocurrido, por ejemplo, con las muñecas Barbie, radicaba en la posibilidad de identificarse con alguna de las Spice.
Las adolescentes podían elegir entre Mel C, “Sporty Spice”, que era atlética y vestía de forma deportiva; o Emma, “Baby Spice”, con su look angelical, su voz dulce y su mirada tierna; una de las favoritas era Geri, “Ginger Spice”, la más desinhibida; otra candidata era Victoria, “Posh Spice”, elegante y un poco estirada; o Mel C, “Scary Spice”, que era la más transgresora porque rapeaba, vestía de forma extravagante y llevaba un piercing en la lengua, algo que hoy nos puede parecer común y corriente pero entonces no lo era tanto. Cinco roles arquetípicos engalanados con el eslogan “girl power” que hoy en día nos harían encorvar una ceja y poner esa cara que todos ponemos cuando nos damos cuenta de que algo es tan auténtico como la nieve del árbol de Navidad. Pero eran los noventa y todos éramos sencillos y confiados, así que nos creímos a las Spice Girls.
Nos las creímos
Wannabe aterrizó en nuestras televisiones un sábado por la mañana en Canal Plus, en el programa Del 40 al 1, y nos sedujo a todos. Veíamos a aquellas cinco chicas que se colaban en un selecto club británico escandalizando a sus socios, bailando sobre las mesas, entonando aquella melodía tan fácil de tararear, y nos quedamos prendados. Porque la canción no tenía nada, pero no le hacía falta: tenía todo lo demás.
Con el tiempo, la fama de las Spice Girls se diluyó entre la de otras girl bands y boy bands, como Sugababes o NSYNC, hasta que en 2001, cinco años después de su álbum debut, el grupo se disolvió. Habían conseguido batir el record de The Beatles en velocidad de ventas de un disco. Se habían convertido en el grupo femenino con mayor número de ventas en la historia. Sus seis primeros singles alcanzaron el número uno, algo hasta entonces inédito. Wannabe todavía es el single más vendido del mundo por un grupo femenino. Pero ya lo habían advertido los sagaces críticos de NME: “En cinco años no significará nada”.
De los Beatles permanece todo, de las Spice Girls ya no queda nada. Es la diferencia entre hacer canciones en las que lo importante es la canción y hacer canciones en las que lo importante es todo lo demás
Ahora se cumplen veinte años de aquel disco y aquella canción con los que se llegó a equiparar la Beatlemanía con la Spicemanía. Un ejemplo perfecto de los dos ejes en los que se mueve la música pop. De los Beatles permanece todo, de las Spice Girls ya no queda nada. Es la diferencia entre hacer canciones en las que lo importante es la canción y hacer canciones en las que lo importante es todo lo demás. Aunque se trate de la canción pop perfecta.