¿No lo escuchan? Está justo al otro lado de su puerta, palpitando obsesivamente. Su pulso es el de aquel corazón de Edgar Allan Poe. El del latido muerto y ensordecedor. Lo inunda todo con su incesante compás. Está en las calles, en los centros comerciales, en la radio del coche, en las salas de espera. Es el sonido simétrico y punzante de las sonajas de cascabeles. Ese perpetuo “chin, chin, chin, chin”. El chirrido de Psicosis pero en versión navideña. Durante tres semanas al año, es imposible huir de su tiranía. Vaya uno donde vaya, se refugie donde se refugie, allí estará sonando un villancico de Navidad.
Y digo bien: villancico de Navidad. Porque aunque ahora todos los conozcamos sencillamente como “villancicos”, en su época de esplendor, que se corresponde aproximadamente con la Edad Moderna, conformaban un género específico muy celebrado en España, Latinoamérica y Portugal, con reglas concretas en cuanto a armonía y métrica, que se podía escuchar en teatros, fiestas y verbenas durante todo el año.
Con el paso del tiempo, quizá desplazado por la fama de la composición vocal italiana, su popularidad fue descendiendo progresivamente, lo que provocó su completa desaparición en el siglo XVIII. Pero poco después llegó el siglo XX y a algún iluminado se le ocurrió recuperarlos como canción navideña, incluyendo en la categoría cualquier composición que hablase sobre la Navidad, perteneciese al género o estilo que perteneciese y se escribiese cuando se escribiese.
Y aquí estamos. Rodeados de villancicos ad hoc que nacen en diciembre y se mueren en enero. Su proliferación es automática. Sota, caballo y rey. En cuanto llegan estas fechas, a la industria musical le da por componer nuevos y melindrosos villancicos y regalárnoslos contra nuestra voluntad. Es la canción del verano que suena en invierno. Se conoce que alguien pensó que la Navidad no tenía todavía suficiente fanfarria y decidió que sería buena idea añadirle sonajeros.
Porque, en el fondo, un villancico no es más que eso. Una canción ñoña cualquiera que incluye la palabra “Navidad” por algún lado y a la que se le añade el dichoso soniquete de los cascabeles. Un absurdo que alcanza su clímax cuando el villancico consiste en la versión de algún clásico del pop o el rock. O lo que es lo mismo: el típico villancico que se publica en todos los discos navideños y que hace que nos planteemos seriamente la posibilidad de arrancarnos los oídos.
Es impagable la forma en que este disparate se parodia en Love Actually a través de Billy Mack, el personaje de Bill Nighy. Hay una escena de la película en la que entrevistan al músico a propósito de su single navideño, que precisamente es una versión del éxito de The Troggs Love Is All Around. Mack aclara: “Excepto que hemos cambiado la palabra ‘Love’ por ‘Christmas’”. Y sacude la cabeza preguntándose si es o no es una genialidad. Añádanle una pizca de cascabeles... et voilà!.
Por fortuna, no todo el mundo tiene el mal gusto de reventar un hit de los 60 para convertirlo en villancico. Toda regla tiene sus excepciones y hay quien ha sabido conciliar talento musical y espíritu navideño para componer canciones que, aunque sigan percutiéndonos la sesera con su “chin, chin, chin, chin”, merecen mucho la pena. Incluso para cualquier otro mes del año.
Por ejemplo, este delirante Don’t Shoot Me Santa de The Killers, en el que se cuenta la historia de un extraño Santa Claus que, a modo de reprimenda, quiere disparar a un niño que ha estado “asesinando por diversión” a los chicos de su barrio porque se burlaban de él. Santa Claus le explica que tiene una bala reservada para él y el muchacho le responde que, aunque se haya cargado a esos niños, ese año, en líneas generales, se ha portado muy bien.
Otra muestra de villancico bien entendido es el Father Christmas de The Kinks. En él, unos niños pobres atacan y reducen a un Papá Noel que se encuentran en una tienda y le exigen que les traiga dinero en vez de juguetes, alegando que no sirven para nada. Le dicen que les lleve los juguetes a los niños ricos y que a ellos les traiga un trabajo para su padre por Navidad o bien, si finalmente les trae juguetes, una pistola. La cosa queda clara.
Al principio, en cuanto empieza a sonar, el Happy Xmas de John Lennon parece ser otra muestra más de cursilería propia de los villancicos al uso. Sin embargo, no tarda uno mucho en darse cuenta de que las alusiones a un año mejor y a unas Navidades sin miedo son en realidad referencias a la Guerra de Vietnam, cuyo final se reclama en el villancico.
“Y no me importa que los Reyes ya no vengan para mí; con que vengan los camellos, soy, bastardos, más feliz”. Sospecho que basta con esa frase para entender por dónde van los tiros del espíritu navideño de Extremoduro en su Villancico del Rey de Extremadura. Los más sensibles con la tradición navideña, mejor no la escuchen.
En Mistress for Christmas, con sus cascabeles y toda su parafernalia navideña, AC/DC le piden a Papá Noel una amante por Navidad con la que revolcarse entre el heno. No seré yo quien discuta la idea. El punto melancólico corre a cargo de Pearl Jam y su Let Me Sleep (It’s Christmas Time), en el que se extraña la magia de la Navidad tal y como era durante la infancia y se incluye un lamento que esconde cierto resentimiento: “Ahora el cielo no sabe nada sobre mí”.
Por supuesto, no todos los villancicos pop y rock constituyen una vuelta de tuerca. También los hay ñoños y académicos y previsibles. Los villancicos aburridos de toda la vida. El All I want for Christmas Is You de Mariah Carey, el Must Be Santa de Bob Dylan o el Thank God It’s Christmas de Queen. Que son canciones bonitas y navideñas, pero no son nada más que eso. Y de eso ya hay más que suficiente.
Hace unos días, escuchando la radio, me encontré con una genialidad sin parangón que sólo en España podría producirse. Una maravilla musical que, como no podría ser de otra manera, terminó inspirando este artículo. Durante una entrevista a un dúo musical llamado Gemeliers, sus integrantes interpretaron en directo su versión personal del villancico Los peces en el río, modificando algunas partes de la canción. En lugar de peces bebiendo en el río, el dúo cantaba sobre ardillas jugando a la Play Station en Nueva York.
Por un momento, mientras escuchaba, se me pusieron las teclas del ordenador de punta. Fue una de esas sensaciones incomparables que te invaden cuando vives un instante único, como el escalofrío que sientes al encestar desde muy lejos en la papelera o cuando sacas dos chocolatinas de la máquina habiendo pagado sólo una. Creí estar flotando. No sólo estaban presentes todos los instrumentos habituales de los villancicos, sino que además se trataba de una versión de un clásico que también es un villancico. Con ardillas y consolas. Triple combo.
Comprendí entonces que jamás en mi vida volvería a escuchar una obra maestra semejante. Que, en lo que a villancicos se refiere, ya nada podrá superar aquel momento. Estaba siendo testigo del instante cumbre de la canción navideña y a la vez del inicio de su declive, ya que aquel era su techo.
Y entonces sentí una infinita alegría y, al mismo tiempo, una profunda tristeza. Y di gracias y maldije a Papá Noel por haberme traído a los Gemeliers a casa por Navidad.