Esta semana he ido a misa. En Ámsterdam, donde las iglesias tienen en los altares a Marilyn Monroe y acaban convertidas en salas de conciertos. Allí, cuando te tocan el alma, siempre es de noche. La cita era con un ser extraordinario que había visto en uno de los conciertos Tiny Desk de la cadena NPR en Youtube, un músico negro encerrado en un cuerpo blanco, que canta para tratar de entender para qué estamos aquí. Es tan existencialista el asunto, que Paul Janeway prefiere salir a escena con unos zapatos con estrellas y corazones pintados a mano con un rotulador, y un estridente traje (oro y azabache) con las rodillas rasgadas de rebozarse por el suelo.
Las estrellas tienen estos destellos de una profunda frivolidad, que les permiten cantar a la infancia perdida, al amor rechazado, a la necesidad de desear, al empecinamiento de amar a la persona equivocada, al miedo a bajar la guardia y volver a ser herido o a la incapacidad para creer en algo parecido a dios: “Heaven is too far away and I can’t find no peace” [El cielo está demasiado lejos y no encuentro la paz]. También le canta a las relaciones prohibidas por capilla: “I know that you love the Lord, But he ain't here right now” [Sé que amas al Señor, pero él no está aquí ahora mismo].
Esta tormenta de Alabama apareció en el Paradiso (están de gira en Europa, no pasan por España). Como no podía ser de otra manera. La sala es un paraíso abierto por los hippies como centro cultural desde 1968, después de un siglo oficiando actos religiosos. Con tres salas de conciertos, por las que han pasado los Rolling Stones, Joy Division, Amy Winehouse o Adele, en la principal se presentaron St Paul & The Broken Bones, con las canciones de dos álbumes y un par de horas de concierto extraterrestre.
Carne eléctrica
Paul Janeway circula con más electricidad de la permitida. Es un salvaje cuando grita al desamor y tierno cuando baila. Una fuerza incontrolable capaz de enloquecer y cantar bajo las faldas de la batería, escondido en el fondo. De alguna manera, exorciza todo su aprendizaje cultivado en los coros de las iglesias con un soul más funky que el de Alabama Shakes. Aunque tengan paladar vintage, no son la vieja escuela que ahora encarnan músicos como Charles Bradley.
Lo que hacen estos universitarios recién paridos, trajeados de oscuro, tiene que ver más con la blasfemia: su espectáculo es un respetuoso corte de mangas a los dioses (me refiero a Sam Cooke, Marvin Gaye, Stevie Wonder, Ray Charles, Otis Redding y James Brown). De alguna manera, en alguna parte, algo, le conecta con el mismo demonio, Tom Waits, y eso le pervierte lo suficiente como para canonizar su presencia, su puesta en escena, su voz y su humana barbaridad. De crecer en una iglesia Bautista del Sur de los EEUU para llegar a ser predicador a titán del pecado.
Uno va al oficio del alma a que le dejen tocado. A que le alteren. Seas o no practicante, cuando Janeway grita: “Let me hold her”, en Half The City, eres consciente de que hasta las almas de acero se perdonan un brote de piel revuelta. Música para reparar lo que se encuentra roto.