“Encuentro inspiración en la lectura, en la música y en ir de compras”. Así se expresa la mujer que apareció vestida en color crudo y cubierta de strass para tocar a Chopin y en fucsia, de largo y con una larga abertura sobre la pierna derecha para acometer a Brahms. Decir esto de Yuja Wang no es menospreciar su trabajo: ella hace de su capa un sayo y un emblema. Le gusta la moda, le dedica mucho tiempo y aunque sabe y dice que ni las minifaldas ni los fans la ayudan a tocar mejor, también cree que a un escenario hay que subir con algo más que una técnica impoluta. Así lo piensan también en Musical America, revista especializada en clásica que la eligió Música del Año 2017 porque “representa una nueva raza, un pack completo y totalmente moderno”.
Cuando Wang salió al escenario del Palau de la Música, algo llamó la atención: la dimensión que adquirió el piano ante la escasa envergadura física de la artista. Pero ella lo afrontó sin miedo y arrancó con los Preludios op. 28 de Chopin, el primer compositor al que interpretó en público cuando sólo tenia ocho años.
Wang empezó su actuación con unas pausas larguísimas, como si invocara a Vladimir Horowitz, su ídolo, y como si advirtiera al respetable de que la Wang que conoce, la que contorsiona el tronco, da golpes de cabeza y parece entrar en éxtasis, iba a hacerse de rogar. Como si en lugar de ir a dar el show completo, estuviera allí para darle en los dientes a quienes dicen que su toque es descuidado.
Unas manos prodigiosas
La prensa especializada suele reprocharle falta de profundidad o que remate sus conciertos con locuras cosecha propia, porque le restan peso a lo que sabe hacer, que es mucho y ortodoxo. No en vano, la formaron profesores chinos curtidos a su vez con artistas rusos de la antigua URSS. Pero donde algunos ven faltas, otros ven frescura y valentía y nadie duda de las capacidades de esta joven de 30 años, que posee una memoria prodigiosa y unas manos ultraveloces.
“No ha sido nunca una niña prodigio. Cuando llegó a mis clases ya estaba hecha”, ha declarado Gary Graffman, su profesor y junto a su mujer, prácticamente la única familia que ha tenido Wang en EEUU.
En la sala modernista, acudieron a verla y escucharla muchas personas de más de 50 años y más todavía pasados los 60. Es lo normal en este auditorio para un concierto de música clásica. Lo más destacado es que también hubo más adolescentes de lo normal a escuchar los 24 preludios de Chopin.
Lejos del comunismo
Cuando Wang salió de China tenía una edad parecida, 14 años, y ya era un “monstruito”, una niña prodigio que se mudó a Canadá y luego a EEUU para seguir sus estudios. Evita hablar de su país y de política, pero tiene claro que el comunismo no va con ella, no sólo porque le gusta vivir bien e ir a la moda, sino porque cree en el individuo por encima de los grupos. “Ni siquiera puedo decirle nada a quienes tienen hijos talentosos y me piden consejo. Creo que cada persona es distinta y debe elegir su propio camino”, dice.
Apenas habla de sus padres, a quienes califica de “muy comunistas” y “gente muy sencilla” a la que ve una vez al año, cuando regresa a Pekín para dar algún concierto. Cuando saluda y se despide, dobla el tronco hacia delante en un movimiento muy rápido con el que el pecho casi le toca las rodillas. Ese gesto y sus rasgos son lo único que parece quedarle de China.
Creció y se formó con los mejores, pero se crió como cualquier de los chavales de la sala: con un ordenador bajo el brazo, lo que la hace preguntarse si no habrá algo más en el mundo que ensayar y tocar música. Uno de esos maestros fue el gran director de orquesta Claudio Abaddo, con quien dio decenas de recitales como solista. También ha estudiado en el Curtis Institute de Fildadelfia, donde se formaron Nino Rota, Leonard Bernstein o Juan Diego Flórez.
Se lleva bien con las cámaras y sabe jugar con los medios. “Toco mejor a Mozart cuando tengo resaca o estoy borracha”. Esa picardía, ironía o jugueteo lo sacó poco en el Palau de la Música. Al contrario, a mitad del primer repertorio paró y, con cara de circunstancias, pidió al público que dejara de toser.
¿Y si la niña prodigio se ha vuelto diva?
Wang se reivindica
A pesar de que se la notó incómoda, acabó los preludios de Chopin y dio paso al descanso. En un perfil que le hizo Janet Malcom en The New Yorker, la autora detectó en la joven cierta melancolía y algo de eso parecía haber anoche en el gesto de la artista. También aburrimiento, como si Chopin ya no fuera un reto para ella.
Arrancó la segunda parte con Variaciones y fuga sobre un tema de Händel, de Brahms, con las que mostró una mayor expresión corporal aunque no apareció ni de lejos el nervio que Wang suele poner en escena. En ese sentido, muchos la comparan con Lang Lang y aunque ahora que es famosa ocurre menos, a muchos comentaristas les gustaba presentarla como la versión femenina del pianista chino.
Wang rompía solía romper esa comparación diciendo que ella es cinco años más joven, como si eso fuera una eternidad y un argumento invencible. Pero le funcionaba. Sobre todo porque a esas palabras añadía estas: “Es halagador pero me conformo con ser yo y la versión masculina de mí misma”.
Cien conciertos al año
Esa y otras cosas suele decirlas riendo. Cualquier entrevista o vídeo de ella en Youtube da cuenta de esa actitud. Sin ir más lejos, hace dos meses, sobre las mismas tablas rió muy a gusto tras ejecutar los solos de piano de Turangalila, de Olivier Messiaen. Dirigiéndola estaba Gustavo Dudamel, con quien comparte una forma de entender la música, manager y sello discográfico: Deutsche Grammophon.
Desde 2009, Wang saca un álbum por año y aunque quiere bajar el ritmo de conciertos, sus actuaciones siguen llegando al centenar cada temporada. Y siempre intenta superarse: sólo en 2016, sorprendió en Nueva York con la Kreisleriana de Schumann y poco después con el Hammerklavier, composición de Beethoven que muchos consideraron en su día escrita para los pianistas del futuro y que ella ejecutó con una facilidad pasmosa.
¿Y si más que triste Yuja Wang está cansada?
Un final apotéosico
Los compositores románticos son lo suyo porque a Wang, cuenta ella misma, le gustan las emociones fuertes y expresarlas de una forma intensa. Anoche todo fue más frío, más cerebral… hasta que llegó el final. Porque su bis, no fue un bis de rigor, fue casi un concierto. Fuera del programa, Wang se soltó la corta melena, hizo lo que le apeteció y dejó al público, que se había levantado a aplaudirla, en pide durante más de veinte minutos. Ahí, en ese instante, sin guion y a voluntad, fue ligeramente imperfecta y su música sonó maravillosamente humana.
Entre las piezas, la Marcha Turca de Mozart, que tocó como si tuviera cuatro manos y en clave de jazz. Volvió a salir, con una tableta y con un compañero que sobre la pantalla táctil le pasaba las virtuales hojas de una partitura de George Gershwin: puro decorado al que ella dotó de fondo con la velocidad de sus dedos y esa expresividad tan contagiosa. El público la siguió en todo lo que propuso, pues si al Palau habían ido entregados, a ese punto, puro clímax, llegaron enloquecidos.
En plena ebullición y después de regalar hasta cinco piezas no previstas, Wang se despidió contoneando culo y talento, demostrando quien manda en el qué, el cómo y el cuándo de sus espectáculos. Pero si algo dejó muy claro es que las osadías, los tacones y las rajas que se gasta no son para nadie más que para ella. Y que siga con su onanismo, pues cuanto más se gusta Wang, más hace gozar al mundo.