Hay cosas que siempre vuelven. Como el Tour de Francia. Y las oscuras golondrinas. Y los cerezos en flor. Y Ghost. Y Solo en casa. Y Pretty Woman. Y las retenciones de la operación salida. Y Paul McCartney. Y la boda del siglo. Y los fichajes de verano. Y las colas de Doña Manolita. Y Borges. Y las rebajas. Y los cuartos que preceden a las doce campanadas.
A veces resulta agradable saber que la vida conserva algunos anclajes, por pequeños que sean, que permanecen inalterables a lo largo del tiempo. Nos proporcionan cierta sensación de estabilidad. Algo a lo que sujetarse cuando el mundo se tropieza y pierde momentáneamente el equilibrio. Forman parte de lo previsible. Nos devuelven a la normalidad. Georgie Dann es uno de ellos. De alguna manera, reconforta saber que el viejo Georgie siempre regresa. Pase lo que pase. No importa si el presente se ha puesto demasiado cuesta arriba o demasiado cuesta abajo. Georgie Dann es una de esas cosas con las que sabes que puedes contar. Que no es poco.
La canción del verano, cuyo trono le pertenece, tuvo una época gloriosa, llena de luz y de talento. Estaba reservada a los más grandes. El dúo dinámico. Marisol. Conchita Velasco. Manolo Escobar. Peret. Rafaella Carrà. María Jesús y su acordeón. Hoy en día, sin embargo, es un género descarriado. Las tiendas, las calles y las playas se inundan con estridencias como Danza Kuduro, el Waka Waka, la Gasolina, el Dale Don Dale, el Tacatá, el Ai se eu te pego, la Gozadera, la Bicicleta o, por supuesto, el Despacito. Si la canción del verano todavía conserva algo de su esencia, entonces Georgie Dann es su último baluarte. Él constituye la línea a partir de la cual la virtud se convierte en vulgaridad.
Y la clave está en su dominio de la técnica compositiva. Georgie Dann se crió en una familia de músicos y recibió formación musical desde que era un niño. Estudió nueve años en el prestigioso Conservatorio de París —donde desarrolló una considerable destreza con el clarinete, el saxofón y el acordeón— y encaminó su carrera hacia el ingreso en alguna filarmónica por expreso deseo de su padre. Sin embargo, Georgie tenía mucha prisa por triunfar.
Se incorporó a una orquesta de sala de fiestas en Montparnasse y ya no hubo quien lo detuviese. En 1965 representó a Francia en el Festival de la Canción Mediterránea, celebrado en Barcelona, donde conoció al cubano Félix Alarcón, quien se lo llevó de gira por Hispanoamérica. Estuvo varios meses actuando en diferentes países como México, Venezuela, Colombia, Perú, Ecuador o Argentina. Cuando regresó a España, ya era una estrella internacional.
Fue a través de ese proceso de aprendizaje y asimilación de los ingredientes esenciales que conforman la música latinoamericana como Georgie Dann logró depurar su técnica compositiva hasta lo elemental, de acuerdo con la máxima “magis esse quam videri oportet”. Sus canciones tal vez no pareciesen piezas geniales nacidas del talento de un virtuoso, pero lo eran. De ahí la sencillez de sus melodías. La humildad de sus arreglos. Claramente influenciado por el minimalismo y las tesis constructivistas de las artes plásticas, a Dann le interesaba la música como fiel reflejo de la belleza pura, desnuda, desprovista de artificios.
En sus letras se aprecia una cierta querencia por corrientes de pensamiento y estilísticas que suelen apartarse de la tendencia habitual en el pop, como el reduccionismo filosófico o el conceptismo literario del Siglo de Oro español. Este influjo es evidente en estribillos que han quedado para la historia, como “la barbacoa, la barbacoa, cómo me gusta la barbecue”, “el chiringuito, el chiringuito, el chiringuito, el chiringuito”, “mami, que será lo que quiere el negro, mami, que será lo que quiere el negro” o la que quizá sea su obra cumbre, Macumba: “Macumba, Macumba, la reina del lugar. No puede vivir sin dejar de bailar. Macumba, Macumba, acecha en la ciudad. Deja de soñar, la noche acaba ya con Macumba”. Para esto hay que valer.
Georgie Dann ha regresado en 2017 con la intención de desbancar a Luis Fonsi y su temible Despacito. Y lo ha hecho con un tema costumbrista que nos retrata, que habla de nosotros como sociedad hedonista y afectada por problemas del primer mundo. Adoptando como título la frase “¡que viva el vino!”, acuñada en su día por Mariano Rajoy —el autor no renuncia a la dimensión política de su obra—, su nueva canción del verano se construye alrededor de un estribillo que desborda entusiasmo (“que viva, viva el vino, y viva Noé, que es su patrón”), precedido por una estrofa en la que se realiza una reflexión certera: “La vida a tragos se pasa mejor, eso es la gran felicidad. Sólo nos causa profundo dolor lo caro que el vino está”. Una pincelada de realismo que se acerca, sin duda, a la precisión narrativa de Benito Pérez Galdós.
Sólo un pero. Será difícil que ¡Que viva el vino! supere ya a Despacito. Si pretendía ser la canción de este verano, llama la atención que no haya comenzado a sonar antes en las radios de nuestro país. El motivo de esta anomalía es que el single, que formará parte de un disco que saldrá en enero o febrero, se empieza a escuchar ahora porque se publicó a mediados de julio, con el verano ya muy avanzado y Luis Fonsi ganando terreno. No cabe duda de que Georgie Dann es un genio de la canción del verano. El rey. El hombre a batir. Lo de la estrategia comercial ya tal.