En enero, cinco meses antes de que Eurovisión comprendiese que una canción bonita podía ser la más grata de las anomalías, Salvador Sobral ya sabía que se moría. Tal y como confirmó su amigo Nuno Nabais a la revista portuguesa Sábado, su médico le había comunicado que si no aparecía un donante y se le practicaba con urgencia un trasplante de corazón, probablemente no sería capaz de seguir con vida mucho más de un año. Un plazo del que ya se han cumplido ocho meses.
Hace tiempo que Salvador viste siempre ropa holgada. No quiere que se note que en su cintura lleva una pequeña mochila en la que transporta una batería conectada al aparato que permite que su corazón siga latiendo. Necesita ocultar su fragilidad. Esconder aquello que le hace débil. Más o menos como todo el mundo.
Pero ahora ya no hace falta. Todo el mundo sabe que su corazón está enfermo. Él mismo, que hasta hace poco siempre había pedido que se respetase su privacidad, especialmente a este respecto, ha publicado un comunicado a través de su canal de YouTube en el que confiesa que necesita parar. Que abandona la música temporalmente hasta recuperarse. Hasta ponerse bien:
“No es ningún secreto para nadie que mi salud es frágil. Tengo un problema y tristemente ha llegado el momento de entregar mi cuerpo a la ciencia y ausentarme de los conciertos y de la música en general. Alejarme del mundo civil e ir a otro donde este problema sea resuelto. Por desgracia, no sé cuánto tiempo va a durar, estas cosas son difíciles de definir, pero seré fuerte. Volveré en breve, eso seguro. Ahora bien, en cuánto tiempo, no lo sé”.
La delicadeza
No debe de resultar sencillo cantar cuando uno sabe que se está muriendo. No debe de resultar sencillo vivir cuando uno sabe que se está muriendo. Y quizá ese sea el motivo por el que Salvador cante así. Con esa dulzura. Con esa contención en su voz. Con la delicadeza propia de las cosas que en cualquier momento parecen estar a punto de romperse.
Hay un personaje en ‘La vida no es muy seria en sus cosas’, un relato de Juan Rulfo publicado en 1945, que “no se imaginaba a la muerte sino de un modo tranquilo: tal como un río que va creciendo paso a paso, y va empujando las aguas viejas y las cubre lentamente”. A veces, al escuchar a Salvador Sobral hablar, pero sobre todo al escucharlo cantar, tengo la sensación de que con él sucede lo mismo. Sabe que, si las cosas no mejoran, si no aparece un corazón sano a tiempo, su vida no tardará en apagarse. Sin embargo parece afrontar el final de un modo tranquilo. Empujando las viejas aguas, que se van cubriendo lentamente.
Estoril, la cita
Ha decidido apartarse temporalmente del mundo e ir a otro donde las cosas se resuelvan. Mantiene el humor cuando se refiere a su ingreso en el hospital como el momento de entregar su cuerpo “a la ciencia”. Yo ni siquiera puedo imaginar cómo reaccionaría si me encontrase en su situación, pero él no ha querido suspender su carrera sin realizar un último concierto. Un recital gratuito que ofrecerá en Estoril este viernes, 8 de septiembre, para despedirse de los escenarios.
Y no es difícil entender por qué necesita ofrecer ese concierto. Cuando Graham Chapman, miembro de los Monty Python, estaba a punto de morir, concedió una entrevista a un periódico británico a cambio de una cuantiosa suma de dinero explicando que se había curado. Como contaba su compañero y amigo John Cleese entre risas durante su funeral, “murió un mes después”. Supongo que, ante la perspectiva de la muerte, todos nos comportamos tal y como somos. En ese punto no son necesarias las máscaras.
Graham Chapman era un bromista y, en el momento final, necesitó gastar su última gran broma. Lo que el corazón enfermo de Salvador Sobral le pide es cantar. Cantar una última vez para todo aquel que quiera escucharlo. Y hacerlo como siempre lo ha hecho. Desde su pequeño corazón roto. Ojalá no tarde mucho en encontrar otro.