Mi padre era doctor en filosofía y, salvo su familia y sus libros, no creo que le interesasen muchas más cosas. Cuando visitaba un museo, lo hacía de una forma un tanto peculiar. A diferencia de mi madre, que había dedicado a la historia y al arte sus estudios universitarios, a mi padre no le llamaban especialmente la atención ni la pintura ni la escultura, así que recogía en taquilla el catálogo de la colección que fuese, recorría a paso ligero las diferentes salas del museo comprobando que todas las obras especificadas en el folleto estaban expuestas y, una vez finalizado el chequeo, salía fuera y esperaba a que terminase mi madre, que aparecía varias horas más tarde y con el consecuente mosqueo.
Con los clásicos del rock y el pop nos está ocurriendo un poco lo que a mi padre con las exposiciones de los museos. Parece que se trata de ir tachando nombres en una lista. De verlos en vivo, inventariarlos, contabilizarlos, porque puede que el próximo año ya no podamos hacerlo. A estas alturas, sus giras se han convertido en últimas oportunidades. Muchas veces no nos interesa tanto el concierto en sí mismo como el hecho de poder decir que los hemos visto. Sobre todo cuando por fin nos decidimos a asistir a uno de sus directos y resulta que ya es demasiado tarde.
Algo que, por desgracia, ocurre cada vez con más frecuencia, como es natural, y que es la causa de que nos estemos convirtiendo en coleccionistas de nombres. A veces incluso otorgando más importancia a la longitud de la lista que al interés que nos despiertan realmente algunos de esos conciertos. En el fondo, todos somos un poco snobs.
Muchas veces no nos interesa tanto el concierto en sí mismo como el hecho de poder decir que los hemos visto
Yo he perdido la oportunidad de ver en directo a David Bowie, algo que me hacía especial ilusión. Desperdicié la ocasión en el año 2003 porque tenía la esperanza de que antes o después viniese a actuar a España, evitando tener que desplazarme a Francia o Reino Unido. No volvió a girar desde el año 2004 y falleció de repente en 2016, dos días después de publicar su último álbum, Blackstar, sin que nadie se lo esperase. Me ha ocurrido lo mismo con Pink Floyd, cuya última gira fue la correspondiente al disco The Division Bell, con los Creedence Clearwater Revival, con R.E.M. o con Michael Jackson. Todos ellos grupos o artistas que me habría encantado ver en directo y, bien porque han fallecido, bien porque se han separado, ya no es posible.
Nada como el directo
Sobrevive la opción de ver alguno de sus conciertos por la tele, en la tablet o en el ordenador, pero la sensación es muy distinta. Parece el mismo directo, pero no lo es. No es el mismo sonido ni el mismo ambiente. Ocurre en otro momento y en otro lugar. Un concierto sólo lo es cuando sucede. Lo demás apenas es un eco de lo que allí ocurrió. He visto muchas veces el gol de Ronaldo Nazario contra el Compostela del 12 de octubre de 1996. La primera de ellas, en el estadio. En directo. Todas las demás, como diría Chuck Palahniuk, han sido “la copia de una copia de una copia”.
Por fortuna, todavía quedan muchos clásicos en pie. Nos quedan los Who, nos queda Van Morrison, nos queda Neil Young. Pero, sobre todo, nos quedan los Rolling Stones. Una vez alguien me dijo que había más música en el inicio de ‘Jumpin' Jack Flash’ en directo que en toda la discografía de The Beatles. Yo no puedo estar de acuerdo por motivos dogmáticos. Lo mío con The Beatles es una cuestión de fe. Pero la frase sirve perfectamente para ilustrar por dónde van los tiros.
La semana pasada aterrizó en Hamburgo el Boeing 727 con el logotipo de los Stones en el que viajan los miembros de la banda. Allí ha comenzado este sábado su enésima gira, “No Filter Tour”
La semana pasada aterrizó en Hamburgo el Boeing 727 con el logotipo de los Stones en el que viajan los miembros de la banda. Allí ha comenzado este sábado su enésima gira, “No Filter Tour”. La cuadragésimo séptima en la historia del grupo. Se dice pronto. Los Rolling Stones son el último vestigio del rock and roll. El último testigo de su nacimiento, su adolescencia, su madurez y su propia muerte. Si hay un grupo que merezca la pena ser añadido a esa lista de nombres por tachar, si hay una banda que merezca la pena que ver en directo antes de que sea demasiado tarde, es a la de sus satánicas majestades.
Porque su nueva gira siempre puede ser su última gira. Y haber coincidido con ellos en el tiempo sin haberlos visto en directo, sin haber añadido ese nombre al inventario, es imperdonable. La primera vez que yo asistí a un concierto de los Stones fue en Vigo en el año 1998, en el estadio de Balaídos. Yo ni siquiera era mayor de edad, pero quienes me llevaron a verlos no me dejaron opción: “Seguramente ésta será la última ocasión que tengas de presenciar un directo de los Rolling Stones; es una oportunidad única”. Y tenían razón. Desde entonces han regresado a tocar a España una docena de veces. Y todas ellas, incluida la próxima (el 27 de septiembre en el Estadio Olímpico Lluís Companys de Barcelona), podrían haber sido la definitiva. Luego no digan que no les avisé.