El plagio tiene algo de conducta repulsiva y, al mismo tiempo, de préstamo necesario. A lo largo de la historia del arte, todo lo que no ha sido revolución, en el fondo ha sido plagio. Incluso esa misma frase es un torpe remedo de otra de Gauguin, quien entendía el plagio como un elemento estructural del arte, ya que éste, cuando no nace de la transgresión y la evolución, sólo puede nacer de la imitación y de la inercia.
Sin el plagio no existiría el Quijote de Avellaneda, y sin el estímulo que éste supuso, tal vez Cervantes nunca habría terminado la segunda parte del Quijote. Sin el plagio, probablemente hoy no conoceríamos la obra de Johannes Vermeer. Sin He’s So Fine de The Chiffons, George Harrison jamás habría compuesto My Sweet Lord. De igual forma que sin El doble de Dostoyevski, tal vez no existiría Dos imágenes en un estanque de Giovanni Papini, por lo que Borges tampoco habría escrito El otro. “Leí a Papini y lo olvidé —confesaba el autor argentino en el prólogo de El espejo que huye—. Sin sospecharlo, obré del modo más sagaz; el olvido bien puede ser una forma profunda de la memoria”. Tenía razón Gauguin, el arte es un plagio o una revolución. Y la intención de la copia, especialmente cuando es consciente, no es otra que acercarse a la calidad del original. Nadie plagia aquello que no vale demasiado.
A Taylor Swift la han vuelto a demandar por plagio. Y otra vez por la misma canción, Shake It Off. Que sea precisamente ese tema, un single que cuando se estrenó aterrizó directamente en el número 1 de la lista Billboard y se mantuvo en lo más alto durante cuatro semanas, que en la primera de ellas vendió 544.000 copias digitales, que durante esos siete primeros días se reprodujo en streaming dieciocho millones y medio de veces y se emitió en la radio setenta y un millones de veces y cuyo videoclip es el más visto de una artista femenina en toda la historia de YouTube con cerca de dos mil millones y medio de reproducciones, no parece casualidad.
La primera vez que alguien reclamó parte de los derechos de esa canción concretó su demanda en 42 millones de dólares. Se trataba de un cantante apenas conocido llamado Jesse Graham, que en el año 2015 consideró que parte de la letra de su canción Haters Gone Hate había sido plagiada por Swift. Los versos cuya autoría era reclamada por Graham eran los del estribillo de Shake It Off, “Cause the players gonna play, play, play. And the haters gonna hate, hate, hate”, alegando su similitud con los de la estrofa de su canción: “Haters gone hate, players gone play. Watch out for them fakers, they'll fake you everyday”. Puede que exista cierta coincidencia en un par de frases, pero las dos canciones se parecen tanto como un pasodoble a un entrecot de ternera.
“Si yo no hubiera escrito Haters Gone Hate, no existiría Shake It Off”, alegó en su momento Graham. Algo que posiblemente sea cierto, del mismo modo que si no existiese Hey Jude no existiría Haters Gone Hate y si no existiese Michael Jackson no existiría Taylor Swift. En la música, como en el arte en general, todo lo que no es innovación es imitación. Pero de ahí a decir que Shake It Off es una copia de la canción de Jesse Graham hay un trecho demasiado largo.
Ahora Taylor Swift ha vuelto a ser demandada por plagio. Los compositores Sean Hall —que ha escrito canciones para cantantes como Pink o Justin Bieber— y Nathan Butler —que ha trabajado con los Backstreet Boys y con Victoria Beckham, entre otros— consideran que el 20% de Shake It Off, ni más ni menos, es suyo. Y para demostrarlo alegan que su estribillo es igual que el de la canción Players Gon' Play, que escribieron en el año 2000 para el girl group 3LW, y cuya letra dice: “Players, they gonna play. And haters, they gonna hate”. De nuevo, musicalmente las dos canciones no se parecen en nada.
Tal vez lo suyo, en último término, sería enfrentar al tal Jesse Graham con estos dos para ver quién es el responsable de la dichosa rima de marras. Porque, honestamente, la pobre es bastante simple. Me pregunto si la reclamarían con tanto empeño si no hubiese docenas de millones de dólares en juego. Algo que también se ha debido de preguntar la propia Taylor y su representante, quien ha declarado que “la demanda es ridícula y una forma indigna de intentar hacer dinero. La ley es sencilla y clara. No hay caso”.
Shake It Off es el típico rompepistas y también es un hit. Personalmente, opino además que es un temazo —o al menos lo es a las tres de la mañana—. Pero no hay revolución en esa canción. No supone nada nuevo. Con otras formas y otros nombres, ya la habíamos escuchado antes cientos de veces. Porque en el arte, todo lo que no es evolución es repetición, y las canciones en las que en su día se basaron Taylor Swift y los otros dos coautores legales del tema para escribirla debieron de ser docenas y docenas. Ya lo hiciesen de forma inconsciente, pues, como escribió Borges, “el olvido bien puede ser una forma profunda de la memoria”, o de forma consciente.
Pero aún en el caso de que esa imitación fuese consciente, lo que es seguro es que no partió ni de Haters Gone Hate ni de Playas Gon’ Play. Porque, como decía al principio, la intención de la copia, especialmente cuando es consciente, siempre es acercarse a la calidad del original. A nadie se le ocurre inspirarse en la mediocridad. Y basta con escuchar una sola vez tanto la canción de Jesse Graham como la de Sean Hall y Nathan Butler para comprender que lo máximo a lo que han podido aspirar nunca es a que se hable de ellas por otros motivos. Parece que lo han conseguido.