Bailar es revolucionario. Bailar desafía al sistema: hace que el ciudadano recupere la concepción de su propio cuerpo, espanta los rigores, libera. Por eso Irán lo prohibió en 1979, con la Revolución iraní. Antes de esto, el país financiaba ampliamente todas las artes y apoyaba, con especial énfasis, los programas de danza que combinaban el baile tradicional con disciplinas occidentales como el ballet. Pero después del derrocamiento del Gobierno de Shah, a ojos de los fundamentalistas, bailar es un “acto perverso”, un “pecado inmoral” que arranca en la anatomía pero desemboca en la mente y la acaba corrompiendo.
La danza allá ha ido desapareciendo, a pesar de las resistencias civiles. Ha muerto el ballet iraní -uno de los más aclamados y prestigiosos en el medio Oriente- y se han fugado los bailarines vocacionales como Afshin Ghaffarian, quien fundó la compañía de danza clandestina Tanatos y en 2007 organizó una presentación de Medea en medio del desierto -el único lugar donde podían exponer libremente la obra- ante 15 espectadores.
Ghaffarian ha llevado sus reivindicaciones por toda Europa: tras una representación de Extraño pero cierto en Berlín, el coreógrafo salió a escena con una pulsera en apoyo al llamado Movimiento Verde, que denunciaba el fraude en las elecciones presidenciales de Irán en 2009. Con una mano se tapaba la boca, para simbolizar la muerte de la libertad de expresión en su patria; y, con otra, alzaba el símbolo de victoria. Ahora vive en París.
Las mujeres lideran la revolución
El Gobierno de Irán ha seguido golpeando fuerte la libertad artística de sus ciudadanos. Ha seguido insuflándoles pánico. En 2014, condenó a seis meses de prisión y a 91 latigazos a seis jóvenes que habían sido detenidos por grabar un vídeo bailando Happy, de Pharrell Williams. La justicia iraní aseguró que habían “participado en la producción de un vídeo vulgar” y les acusó de “mantener relaciones ilícitas” entre ellos. Atentaban, presuntamente, contra “la castidad de la nación”. Sin embargo, a pesar de estos embates, aún palpitan los rebeldes en Irán. Especialmente, las mujeres, que llevan años organizándose de forma clandestina para dar clases de bailes unas a otras. Es toda una odisea: encontrar en el periódico un anuncio encriptado, bucear en fotos de internet, llamar a números misteriosos, conseguir que amigas proporcionen referencias falsas sobre ti…
Las clases suelen darse en sótanos de hospitales, en oficinas abandonadas o en los hogares de las profesoras, pero siempre de forma muy silenciosa. A menudo la maestra se limita a marcar el compás para la sus alumnas, no sea que los vecinos escuchen música y llamen a la policía. La última vuelta de tuerca a esta revolución subyacente consiste en abrir las puertas de las academias clandestinas y bailar en la calle. Es, en esencia, una forma de protestar contra un sistema que las anula. Las activistas, armadas con iPods, desafían las imposiciones políticas y religiosas de su país y se graban bailando en las calles, entregadas a la música a través de sus auriculares.
Se colocan en avenidas, en párkings o en calles concurridas y muestran su cara, sin pudores. Caminan danzando bajo el sol o danzan en medio de una carretera, rodeadas de coches. Hay algo más, algo fundamental: se quitan el velo. Ahí las imágenes de amigas paseando juntas, soltándose las largas melenas. Otra se va desprendiendo de él -de ese símbolo de represión en forma de tela- y se lanza a la jarana. Son la esperanza última de un país acongojado. Jóvenes, valientes e insurrectas, arriesgando su vida, montando la mundial y disparando acordes y coreografías, recordando que su cuerpo es suyo y que se merecen la alegría.