Javier Krahe fue, eminentemente, ese hombre que conquistó un valor por el que el resto nos pasamos la vida luchando: el de hacer siempre lo que le dio la gana. Era ese imaginario suyo del anarquista, el savoir faire del intelecto salvaje, la tarita del inadaptado. Fue siempre un viejo interior lucidísimo, doloroso de tan sardónico, que contemplaba el chiringuito desde fuera, apoyado en la barra del mundo. Con una especie de ojo cósmico. Rítmico. Pagano. Agudo. Libre.
Hace tres años y medio ya que murió el único de La Mandrágora al que el tiempo le conservó la pureza. Alberto Pérez desapareció del panorama, Sabina se hizo mayor y atiborró Las Ventas, parió las canciones más hermosas del mundo, se alineó a diferentes causas políticas. Joaquín con la ceja; Krahe con la ceja levantada, persistiendo en la acracia. En la sala pequeña. Cocinando el cristo que tocase.
Ahora regresa a nuestra vida con el adelanto de La sonrisa de Krahe, el disco que recoge el homenaje que un puñado de artistas como Sabina, el Gran Wyoming o Carbonell dieron al cascarrabias de guardia en 2016 -y sale a la venta el 22 de febrero-. El primer single lo lanza, cómo no, el cantautor de Úbeda. A saber: Coplas patéticas, el tema que dejó Krahe justo antes de morir.
La letra no tiene desperdicio. Es la carta amarga de un viejo solitario que recuerda a sus antiguos amores y aún guarda el recato de tratarlas de usted, como bellezas lejanas, distantes. Los años han pasado y el anciano anda cargado de mala conciencia por las mujeres fascinantes que dejó escapar. “Ayer brasas, hoy, cenizas, estos labios recorrieron vuestra piel, y en sus penas movedizas, verso a verso sucumbieron: es cruel”, canta Sabina, en recuerdo a su amigo.
Se refiere a sus pasiones desvanecidas: doña Blanca, doña Elvira y doña Sol. “Con ojos claros serenos, doña Blanca me decía te querré para siempre por lo menos, y así fue hasta que un día no lo fue. Con ojos fieros y oscuros, doña Elvira me gritaba su pasión y sus reproches más duros cuando ya no le hechizaba mi canción”. Quizá el mejor verso es el dedicado a doña Sol, “la que tantos madrigales me inspiró: ‘¡Busca otra que te rime!’, y dijo ‘sois todos iguales: yo, yo, yo’”.
Krahe era feminista no confeso porque retrataba mejor que nadie al hombre cazurro de esa España de la democracia recién estrenada, como ya hizo en ¿Dónde se habrá metido esta mujer?, un canto satírico desde el punto de vista del esposo machista. Ojo al traje: "Cuando pienso que son ya las once y pico, yo que ceno lo mas tarde a las diez, ¿cómo diablos se fríe un huevo frito?, ¿dónde se habrá metido esta mujer? (…) ¿Qué hace aquí este montón de ropa sucia?, le compré lavadora ¿para qué? Estas cosas me irritan, no me gustan, ¿dónde se habrá metido esta mujer?”. Y resultó, qué poético final, que la mujer había enganchado una maleta y había huido hacia la libertad. Adiós al tirano de la alianza en el dedo.
Aquí, en Coplas patéticas, Krahe se refiere al tipo que se quedó solo por su egoísmo, por su falocentrismo, por sentirse siempre el ombligo del mundo, por exigir siempre cuidados y nunca aprender a cuidar. “Ya ninguna me desea, me imagino que son gajes de la edad, ni tan sólo me recreo en las noches de mis viajes, la ebriedad. Hermosos días de gloría, aunque hoy ando desterrado del placer, aún tengo buena memoria: cualquier tiempo pasado fue mujer”.
Es la última canción de un hombre que sólo quería andar en pelotas en su jardín, regando las plantas con la manguera, un hombre enclenque y mentalmente fortísimo, sardónico como un dolor, incisivo como una raspa en el ojo. Javier Krahe, el filósofo que España jamás tuvo en cuenta.