El cancionero penitenciario es uno de los géneros más extensos. Del Behind bars del rapero Slick Rick hasta el ¿Dónde están mis amigos? de Extremoduro, la ausencia de libertad ha hecho florecer un lenguaje único para transmitir la realidad de las prisiones, y del día a día de quienes languidecen entre rejas. Pero ¿qué ocurre cuando quienes interpretan la música no conviven con su público?
Los conciertos en cárceles se convirtieron a mediados del siglo XX en un ejercicio de simbolismo político-musical, una forma de llevar las canciones a lugares insospechados. Unas veces bien ejecutados, otras extraños y desprovistos de intenciones, algunas parte de increíbles planes de fuga.
Folsom Prison Blues
Johnny Cash atravesaba una de las peores etapas de su vida cuando cruzó los muros de Folsom. No lo hizo como recluso, ni siquiera había estado entre rejas, quitando las noches de calabozo en uno y otro estado, siempre por delitos menores. Lo que le atrajo fue la labor mesiánica, la necesidad de entrar en contacto con quienes entendían un mensaje que iba del evangelismo a lo patibulario.
"Maté a un hombre en Reno solo para verle morir", mascaba en Folsom Prison Blues el hombre de negro. Una canción que surgió del interés que la película Inside the walls of Folsom Prison le causó por la primera cárcel de máxima seguridad de los Estados Unidos.
Días antes de su llegada, un guarda de seguridad había sido atacado por varios reclusos y los ánimos estaban agitados en Folsom. Se dio la orden de que ningún prisionero se levantase durante la actuación. Se midieron los gritos y vítores para que el alguacil no tomase represalias contra ellos y poder disfrutar de toda la actuación sin altercados. Aquella frase mesiánica de Cash de Folsom Prison Blues fue amplificada en la postproducción del disco, haciendo parecer que los presos gritaban con la confesión de Cash.
Nada de eso impidió que el músico se echase la guitarra a la espalda para poder acercarse a estrechar las manos de las primeras filas. Días antes, el reverendo Floyd Gressett le había enseñado la letra de una canción escrita por uno de los reclusos Greystone Chapel, escrita por Glen Sherley, encerrado por robo armado. Conmovido con las palabras de Sherley la ensayó toda la noche para tocarla al día siguiente. En su habitación de El Rancho motel se sentó frente al papel raído intentando arrancarle necesarios: "Hace falta un manojo de llaves para abrir las puertas de Folsom, pero la casa de Dios siempre está abierta".
Cash no abandonó su compromiso con los presos y siguió colaborando con penitenciarías, llegando incluso a entrevistarse con Richard Nixon para discutir el estado de las prisiones del país. Unos años más tarde, consiguió la liberación de Sherley que pasaría a convertirse en un amigo cercano y colaborador en los años siguientes.
Carabanchel y aburrimiento
Carabanchel contó en la década de los ochenta con la colaboración de una emisora de radio local que organizaba programaciones para los presos. Ramoncín tocó para deleite de su público, que se empezó a interesar realmente por el espectáculo cuando repartió los emparedados del camerino entre las primeras filas. A su guitarrista le desapareció la cartera, que aunque apareció más tarde, le faltaban cinco mil pesetas.
En 1994 se celebraba un acto que reunía a varios artistas para recaudar fondos en la lucha contra el sida. Ketama, Peret, Raimundo Amador, Aurora y Rosendo, se unían a Antonio Gala y Verónica Forqué para actuar frente a los 2.000 presos que abarrotaban el patio de la penitenciaría. "Yo vivo a doscientos metros de esta prisión, soy de este barrio y tengo amigos presos. Si de chaval no llego a tener una guitarra entre las manos, ahora estaría perdido como esta gente", explicaba Rosendo a los micrófonos de TVE tras el concierto que también fue televisado.
Esta vez entre el escenario y los reclusos, una valla separaba a la hilera de invitados que bailaban divertidos con el incesante bombardeo de artistas sobre el escenario. Los prisioneros mientras tanto observaban aburridos, intentando conseguir unas gafas de sol, papel o cigarrillos de quienes saldrían de ese mismo patio una vez terminase la música.
La crónica de El País recogía la respuesta de uno de los presos ante el ambiente lúgubre que reinaba entre el público de Carabanchel: "Cómo no vamos a estar apagados si dentro de cinco minutos estamos igual que siempre".
Cuando la alarma sonó los guardias empezaron el recuento, dirigiendo a la masa humana de vuelta a sus celdas. Ajenos a la música que todavía sonaba sobre las tablas. Raimundo Amador, Peret y Ketama interpretaban una última canción para el patio cada vez más vacío, en el silencio que solo rompían los comentarios de los guardias y los pocos presos que remoloneaban antes de subir a sus módulos.
Fugados en un altavoz
El 7 de julio de 1985, el cantautor vasco Imanol Larzabal se dirigía junto al resto de sus músicos a la prisión de Martutene. Ocho años antes se había acogido a la Amnistía de 1977 para regresar a su San Sebastián natal, desligándose de la actividad de ETA, aunque manteniendo intacta la solidaridad con los presos de la banda. El concierto se había confirmado tan solo un día antes, improvisado dentro de los planes de gira de Larzabal. A primera hora de la mañana entraba la furgoneta cargada de equipo a la prisión y a mediodía salían de allí, de vuelta a casa.
A las pocas horas el recuento general de la prisión hacía saltar la alarma: faltaban dos presos. Joseba Sarrionaindia y José Ignacio Pikabea no habían regresado a sus celdas después de la actuación. El director del centro, Juan Carlos Mesas Martínez, confirmaba a los medios más tarde que la principal hipótesis de la huida era la de que ambos se habían introducido en dos de los altavoces de la banda, escapando en su interior.
La fuga se convirtió en un hito en todo Euskadi. Los hermanos Muguruza la llegaron a inmortalizar en el Sarri Sarri de su banda, Kortatu, quedando para siempre su huida en el imaginario de charangas y verbenas del Norte peninsular. Sin embargo, nunca se pudo demostrar la participación activa de Larzabal, quien solo en privado se jactaba —con más o menos verdad— de la huida de Sarrionaindia y Pikabea.