Fue en 2003 cuando se descubrió un túnel bajo la pirámide de las ruinas de Teotihuacán, ciudad antigua de México. Había permanecido dormido durante 1.800 años, pero el pasaje sellado contenía un rosario interminable de tesoros que persistían, con aureola mágica, en el mismo lugar y de la misma forma en la que habían sido entregados por primera vez como ofrendas rituales a los dioses. Un lujo para la imaginación: dientes de cocodrilo de piedra verde, cristales en forma de ojos y esculturas de jaguares listos para atacar.
Pero quizá lo más espectacular fue el paisaje montañoso en miniatura que se encontró 17 metros bajo tierra, que guardaba hasta pequeñas piscinas de mercurio líquido, como diminutos lagos poderosos. Las paredes del túnel habían sido empapadas con pirita pulverizada con intención de dar el efecto al visitante de estar bajo una galaxia de estrellas.
Este espacio arqueológico es uno de los más importantes del mundo y acumula millones de visitantes cada año. Desde aquel descubrimiento, en 2003, el lugar se ha convertido en un parque de atracciones, porque la emoción de los hallazgos no ha parado: sólo ahora el gran público podrá verlos de cerca, gracias a la exposición que se inaugura este mes en el Museo de Young en San Francisco.
Teotihuacán fue la ciudad más poblada de las Américas hace casi 2.000 años, pero nunca ha malgastado su misterio: poco se conoce sobre su idioma, gobernantes o circunstancias de su colapso. Su nombre significa “lugar de nacimiento de los dioses”, y le bautizaron así los aztecas después de su caída en el año 550 D.C. Ellos trataron con reverencia sus ruinas y honraron las excelsas Pirámides del Sol y la Luna, además de la Avenida de los Muertos.
La ciudad de los misterios
Vuelan aún interrogantes, pero gracias al túnel hallado por el arqueólogo mexicano Sergio Gómez Chávez, quien, después de varios días de lluvias torrenciales, dio la alarma de que un pozo se había abierto cerca del pie de la pirámide de la Serpiente Emplumada, y subrayó que podía ser un peligro para los turistas. El experto se ató una cuerda al cuerpo y comenzó a bajar, empuñando una antorcha, pero se encontró con que la cueva era un eje perfectamente cilíndrico. El lugar resultó ser tan largo como un campo de fútbol. “Nos sorprendió ver lo que nadie había visto al menos en 1.500 años”, asegura Gómez Chávez en el catálogo de la exposición.
La idea del espacio fue creada, precisamente, para recrear “el lugar de nacimiento de los dioses”. Ahí se pensaba que el universo había comenzado. Según señala Gómez Chávez, las marcas de agua que quedan en las paredes demuestran que la inmensa plaza fue deliberadamente inundada para emular una suerte de mar primigenio, con pirámides como montañas metafóricas que salen del agua como si arrancasen de nuevo los tiempos. Los habitantes de la ciudad, como los de civilizaciones similares, creían que el universo tenía tres niveles que estaban conectados por un eje: el plano celeste, el plano terrenal y el inframundo, que no era aquí el lugar bíblico del castigo, sino el reino oscuro de la creación, con lagos y montañas que significaban riqueza, renacimiento y también muerte.
El pasaje ofrece grandes conchas en espiral, alas de escarabajos expuestas en una caja, cientos de esferas de metal que servían, dicen, para apaciguar a los dioses rabiosos. Pero hay más: ha aparecido incluso un lugar donde los residentes jugaban al equivalente mesoamericano del raquetbol. Y un poquito también de sacrificio humano. Pudo probarse, por fin, en 1980, gracias a las pesquisas de la Pirámide de la Serpiente Emplumada. Se cree que más de 100 guerreros, arrodillados y con las manos atadas en la espalda, murieron allí. Muchos llevaban collares de conchas similares a los dientes humanos. Otros (más escabrosos aún) fueron hechos de dientes reales. Los sacrificios no eran sólo humanos, sino también animales: lobos, serpientes de cascabel, águilas reales y hasta pumas.