Ni las crónicas romanas, ni las visigodas, ni las islámicas sobre la Península Ibérica repararon en unas extrañas esculturas de granito que representaban toros, cerdos o jabalíes y abundaban al oeste de la Meseta. Hubo que esperar hasta finales de la Edad Media para que un texto —el Fuero de Salamanca, redactado en torno al siglo XIII— hiciese referencia a una de estas figuras conocidas como verracos.
En dicha compilación de leyes, la talla de un toro piedra, situada en el puente romano que salva el cauce del río Tormes a su paso por la ciudad salmantina, adquirió una función de carácter jurídico, de enclave delimitador. Si algún ladrón o delincuente lograba alcanzar aquel punto, sus perseguidores deberían abandonar la persecución bajo pena de pagar un maravedí de multa en caso de no hacerlo, a menos que fueran autoridades del concejo.
El problema es que esa competencia modernista del verraco no se correspondía en absoluto con su significado original. La génesis de estas esculturas —hay unas 400 documentadas en España y 20 más en Portugal—, talladas principalmente en la Segunda Edad del Hierro y halladas en la zona de la Meseta noroccidental, entre las cuencas del Duero y el Tajo, se circunscribe al pueblo celta de los vettones, quienes habrían adoptado esta tradición escultórica de los íberos del sureste peninsular, bien relacionados con los griegos y fenicios y que labraron imágenes de animales mitológicos en caliza y areniscas. No obstante, se trata de una cultura que se siguió desarrollando en época romana, hasta el siglo II.
Al carecer prácticamente de contexto histórico y originario —muchas de las figuras han aparecido en espacios posteriores, como los famosos Toros de Guisando, que dan nombre al tratado que nombró a Isabel la Católica heredera al trono de Castilla— y elaborarse a lo largo de seis siglos, el estudio de los verracos ha sido uno de los grandes quebraderos de cabeza de historiadores y arqueólogos. Sobre todo la dificultad de dar respuesta a la pregunta de con qué misión crearon los celtas, y luego los romanos, estas figuras.
Precisamente eso es lo que ha tratado de analizar durante seis años un proyecto de investigación de la Universidad Autónoma de Madrid, dirigido por Luis Berrocal-Rangel y Gregorio Manglano, del Departamento de Prehistoria y Arqueología; y Rosario García-Giménez, del de Química y Geoquímica. Los resultados sobre lo que los expertos califican como "un unicum del mundo celta porque no hay nada igual fuera de las fronteras de España y Portugal" —de hecho, reclaman a las autoridades una protección legal específica para evitar su destrucción y su reconocimiento como bienes Patrimonio de la Humanidad— son muy valiosos y aclaratorios.
Tres funciones protectoras
Teniendo en cuenta las interpretaciones previas que habían clasificado a los verracos en tres grupos según sus localizaciones, esta investigación se encaminó a abrir puertas hacia un análisis multidisciplinar para comprender los contextos hasta entonces desconocidos. "La primera aproximación fue de naturaleza morfoestuctural, con la que logramos identificar tres formas de tallar los verracos relacionadas con tres funciones", explica Luis Berrocal.
El primer grupo se caracterizaba por su mayor tamaño y realismo: eran fundamentalmente toros —en aquella época sus medidas reales eran sensiblemente inferiores a las actuales— y habían sido tallados en el lugar con mazas de canteros o cinceles. Las esculturas de la segunda categoría, de envergadura media y formas más sencillas, representaban a jabalíes o suidos en actitud de ataque —el cerdo era un animal sagrado para los celtas— y algunos ya presentaban la peculiaridad de haber sido esculpidos en talleres distantes; mientras que los verracos de tercer tipo eran muy pequeños, contaban con inscripciones romanas y fueron labrados con instrumentos característicos de la romanización.
Y del mismo modo que sucede con su forma, las funciones de estos animales de piedra también son diferentes: los del grupo A se habrían tallado como protección del ganado y los recursos naturales de la zona; los del B como defensa de la comunidad y de sus valores étnicos —estos comienzan a aparecer a finales del siglo III a.C., en una época de conflictividad social muy fuerte por la amenaza de las guerras cartaginesas—; y los de clase C estarían destinados a un uso individual, a proteger las almas de los muertos.
Utilizando doce variables estadísticas, los expertos analizaron un total de 158 verracos. Gracias a un programa informático de la Universidad de Oslo pudieron confirmar tres agrupamientos de las esculturas según su tipología morfoestructural. "La sorpresa fue mayúscula cuando vimos que los verracos de Guisando, de gran tamaño, no pertenecían a la serie A sino a la B", revela Berrocal. Entonces, para una mejor comprensión simbólica y funcional de este misterioso y característico arte, recurrieron a otra disciplina: la geoquímica.
Rosario García-Giménez, especialista de la UAM en dicho campo, condujo distintos análisis mineralógicos que identificaron varias clases de feldespato en los granitos utilizados para la elaboración de las figuras. Al mismo tiempo, se realizaron campañas de prospección de materiales en bruto en las inmediaciones del hábitat de los verracos, que llegarían a ser distribuidos a decenas de kilómetros de distancia, para tratar de establecer las canteras a las que recurrieron los artesanos celtas y sus sucesores romanos. Se han relacionado 84 verracos con 34 canteras.
Lo que sucedió en el castro de las Merchanas, situado en el municipio de las Lumbreras (Salamanca), ejemplifica a la perfección los rendimientos de esta metodología. Desde el siglo XIX, dos verracos, uno en actitud hierática con una base reconstruida de cemento y otro en posición de ataque, ocupaban sendas plazas del pueblo. Durante las excavaciones en el oppidum se descubrió una peana que los trabajos de geoquímica relacionaron con la primera escultura. "Al restaurarla, el verraco cambió a posición de ataque como su compañero. Eran gemelos. Probablemente estuvieran situados a la entrada del poblado para protegerlo", expone Rosario García-Giménez.
"Gracias a la estadística pudimos confirmar que los tres tipos de verracos corresponden a distintas finalidades, desde los más naturalistas hasta los romanos", concluye Luis Berrocal. "Unos estaban destinados a la defensa de los recursos naturales, otros a la del oppidum y otros a las almas de los difuntos, pero todos tenían la misma función: la de proteger". Misterio resuelto.