Santa Mónica vuelve a tener cejas y pestañas en su rostro doliente. Y a su derecha, al otro lado del retablo de la iglesia del Real Monasterio de la Encarnación, también luce de nuevo en todo su esplendor su hijo, San Agustín, representado como obispo, con mitra, báculo y manos enguantadas, como uno de los padres fundadores de la Iglesia latina. Las dos excelentes esculturas barrocas de madera de principios del siglo XVII han regresado a su hábitat orginal, el paisaje del altar del convento de monjas agustinas, tras ser restauradas por las expertas de Patrimonio Nacional.
Allí se colocaron después de la fundación del monasterio, una construcción erigida entre 1611 y 1616 por deseo del rey Felipe III y, sobre todo, de su esposa Margarita de Austria-Estiria, que quería emular un convento de las características de las Descalzas Reales al lado del Alcázar. Santa Mónica y San Agustín han permanecido desde entonces como protagonistas del retablo, sobreviviendo a la completa remodelación del templo que firmó Ventura Rodríguez entre 1755 y 1775, de gusto neoclásico de inspiración romana, y a los distintos avatares bélico-históricos de Madrid.
"Son piezas magníficas", resume Ana Loureiro, directora de los trabajos de restauración realizados por Adriana Herans y Sehila Solano Pascual durante cinco meses "intensísimos". Explica a este periódico las particularidades de ambas esculturas mientras las fotografía por última vez en el laboratorio —una sala diáfana del Palacio Real—. "Sobre todo destaca Santa Mónica por la naturalidad de paños, la profusión de pliegues, la policromía y un rostro con mucha fuerza".
Los santos están siendo desmontados —el brazo de Santa Mónica con la cruz y el de San Agustín con un libro de sus obras sobre el que sostiene una iglesia— por cinco operarios de la empresa SIT e introducidos en grandes cajas de madera. Se protegen con unos tablones de madera reforzados por una espuma y un papel especiales que eviten la pérdida de la pintura. De ahí al camión y un breve paseo hasta el monasterio, ubicado detrás de la esquina opuesta de la Plaza de Oriente. Varias horas después, y con la ayuda de dos pequeños andamios, las esculturas vuelven a estar colocadas sobre sus peanas de piedra del retablo, escoltando un gran lienzo de Vicente Carducho sobre la Anunciación.
Loureiro cuenta que Santa Mónica, de 1,83 metros de altura, tenía dos policromías encima de la original, es decir, se había repintado en dos ocasiones, tal vez porque estaba sucia y en la época esa era la fórmula empleada para dar lustre a las esculturas, o quizás por un cambio en los gustos artísticos del momento. La recuperación del color primegenio, que dibuja una profusa decoración y una bella cenefa en la parte de abajo de la túnica, se ha logrado a punta de pulso y bisturí, como si las restauradoras fuesen cirujanas, o arqueólogas. "Antes era como una masa negra", asegura la especialista. La intervención ha permitido rescatar los detalles más mínimos de la santa, como las pestañas y las cejas, además de las elegantes dobleces de su vestimenta.
Esta escultura presentaba un problema de sentado de color en la parte trasera, que estaba muy deteriorada por tanta policromía. El San Agustín, de dos metros de altura y casi 130 kilos de peso, ha tenido un periplo similar, aunque su repintado fue mucho más rico. Las restauradoras han decidido conservarlo así y no tratar de devolverle sus tonos originales. La limpieza permite apreciar mejor su indumentaria de obispo: la túnica negra, la cenefa dorada y la capa con motivos florales de numerosos colores.
La mudanza la supervisan Leticia Sánchez y María Jesús Herrero, conservadoras de Escultura de Patrimonio Nacional. "Son dos piezas excelentes del barroco de principios del siglo XVII", apunta la segunda. Santa Mónica y San Agustín formaron parte de la exposición La otra Corte. Mujeres de la Casa de Austria en los Monasterios Reales de las Descalzas y la Encarnación, clausurada a principios de año, y se exhibieron como obra de Gregorio Fernández, uno de los máximos exponentes de la escuela castellana de escultura barroca, justo al lado de su Cristo yacente.
Sin embargo, tras los trabajos de limpieza y restauración, la autoría ha cambiado: se atribuyen ahora a Juan González, un escultor del que hay mucha documentación pero del que ha sobrevivido muy poca evidencia material. "González trabajó en la misma época y en los mismos talleres que Ordóñez", detalla María Jesús Herrero. De ahí el debate generado y que todavía no se ha podido cerrar con certeza absoluta. La parte trasera de Santa Mónica, por ejemplo, donde se juntan muchos pliegues de la túnica, recuerda a otras creaciones del artista lucense.
Ajenas a estas precisiones académicas, las dos piezas ocupan de nuevo su privilegiado lugar en la iglesia del Monasterio de la Encarnación. Allí llevan cuatro siglos, desde que el templo actuó como parroquia real hasta la actualidad, cuando las fotografían los visitantes que se sumergen en la historia y los tesoros del convento o cuando presiden las misas de los domingos por la mañana.