La San Silvestre no es una carrera para luchar ni contra el tiempo ni contra nadie que tengas a tiro. Es una celebración de unos tipos disfrazados. El que menos, lleva puesto unas mallas y la camiseta fosforescente de la organización (naranja este año). Luego están los que se han ido al Decathlon y se han comprado el kit completo del runner (que es un corredor con pretensiones y que ha leído a Murakami).
También están los que se calzan distintos artefactos tecnológicos, como mínimo cinco cámaras subjetivas, para luego montar un vídeo con el que triunfar en las redes sociales o abrasar a los cuñados en la cena de Nochevieja; y los que realmente se disfrazan de cervezas, vacas, toreros, extraterrestres, Elvis o simples extravagantes. Este año el premio se lo lleva la familia Jiménez, cuyos miembros han corrido disfrazados de superhéroes.
Este año corría solo. Mi hermano se despistó y se quedó sin dorsal, mi cuñado tuvo suficiente con correrla un año con un calzado nuevo que casi le deja sin pies y mi amigo Sam se ha echado novia y la corre con ella (yo haría lo mismo, Sam). Pero no estoy solo. Tienes diez kilómetros de Madrid para ti, con gente jaleándote y aplaudiéndote. Seguro que hay otras formas mejores de acabar el año pero yo no las he probado.
Esto es un ritual. Y como todo ritual empieza siempre igual: sudaderas viejunas volando por los aires que se arrancan los corredores antes de dar los primeros pasos de la carrera que empieza con una atronadora música. Ya van varias ediciones que el palco está sin alcalde. Gallardón no faltaba y Botella, creo recordar, sólo fue a la primera salida de la popular. A Carmena yo este año no la he visto en Concha Espina, por dónde uno pasa como pasa un forastero.
Demasiadas cuestas
La San Silvestre empieza en cuesta y acaba en cuesta. Y entre medias más cuesta. No es una carrera difícil salvo por las cuestas. Que quede claro que no me gustan las cuestas, salvo sin son para abajo. Así que el respiro me lo da el inicio de la calle Serrano. La señora de la aplicación que llevo me va cantando los tiempos de los kilómetros en inglés. Empiezo entendiéndola a la perfección, pero el inglés se me despista con los kilómetros y termino sin comprender ni una sola palabra. Sospecho que si la tuviera en español me pasaría lo mismo.
No está la San Silvestre para hacer un buen tiempo. No dejamos de ser 40.000 personas corriendo y se forman atascos, muy propios de Madrid. Pese a todo siempre hay algún flipado que se cree que está en los Juegos Olímpicos y compite por, al menos, el diploma. Esa serpiente larga de cortadores se va ensanchando y cuando llega a la diosa Cibeles parece que uno corre en más soledad.
Diré que este año había más público que en ocasiones anteriores. Incluso sospecho haber visto más alegría en las calles; tanto que hasta en Serrano había gente animando, cuando lo normal es que estén mirando hacia los escaparates. Si llegas a Atocha sabes que todo empieza a ir cuesta arriba, esas grandes amigas. La avenida de Barcelona es el último resquicio para dejar la pendiente negativa y entonces llega el infierno y el paraíso: se llama Vallecas.
Infierno: las cuestas. La avenida de la Abulfera es simplemente la muerte a plazos. Y encima con la tentación de tener el metro listo para abandonar y marcharte a casa para ayudar a poner la mesa. Pero uno aguanta porque siempre se ha liado poniendo los cubiertos en su sitio y doblando las servilletas.
El paraíso
Paraíso: los vallecanos. Si por algo se llama vallecana es porque aquí nació y los vecinos lo llevan a gala. Es un auténtico subidón escuchar los aplausos y las palabras de ánimo que te sueltan. "Vamos guapos, que ya os queda poco", suelta un mujer. Te generas la ilusión de que en ese plural estás tú incluido, hasta que te das cuenta que estás rodeado en ese momento de unos fornidos soldados que corren con la camiseta de la unidad de turno. De la ilusión también se corre. Eso sí, los ánimos de las abuelas son sin duda para mí.
Esos tres últimos kilómetros han sido, como siempre, los peores. No te queda más remedio que aguantar y tirar de orgullo. Hago la promesa de entrenar un poco más el año que viene. Que no me pilla otra vez así. Pero me pillará.
Todo tiene su final. También la San Silvestre. Como no, acaba en cuesta. Sacas la poca fuerza que te queda al ver que el reloj de meta marca 49:50 y luchas para que tu marca, de la que te has olvidado al salir de casa, quede por debajo de los 50 minutos. Ha sido por poco.
Leí hoy en un periódico que el primer ganador de la San Silvestre se llevó como premio un bocata de salchichón. A mí me dan una bolsa con unas gomilonas, una bebida isotónica y un botellín de agua, a lo que habría que sumar una bebida de agua de coco que promocionaban en los aledaños. No está mal para 10 kilómetros (y da menos sed que el salchichón).
'Las cuestas de Madrid' es un contenido patrocinado por Banco Santander.