Desde hace ya unos años por estas fechas, las miradas de los aficionados españoles se dirigen a dos acontecimientos tan cercanos como cada vez más diferentes: el All Star de la NBA y la Copa del Rey. Mientras que El All Star ha reafirmado su vertiente publicitaria, que le ha convertido en un referente mercadotécnico vacío de contenido, la Copa ha vuelto a convocar a su espíritu de las sorpresas imposibles. Uno de los paradigmas del marketing estadounidense y el deporte europeo en su esencia, tan cerca y tan lejos.

Carroll hace un tapón.

Carroll hace un tapón. EFE

El partido de las estrellas ha ido degenerando desde los tiempos en los que los fanáticos del baloncesto desgastábamos las revistas de tanto repasar las escasas noticias que nos llegaban del baloncesto estadounidense en los años 70. Después, vimos crecer a Magic Johnson y a Larry Bird, y, un poco más tarde, llegó Michael Jordan. Los partidos, entonces, tenían alma. De guante blanco, sin faltas tácticas, pero con defensa, a ritmo de vértigo y con los jugadores arriesgando más allá de lo que los entrenadores consideran permisible. En definitiva, una ceremonia anual que los fieles esperábamos con devoción. Ignoro el motivo, pero la degradación acelerada de las últimas temporadas los han convertido en pachangas impropias de los jugadores que las protagonizan. En unos solteros contra casados o, como mucho en los amigos de LeBron contra los amigos de Kobe. Claro, que este tipo de encuentros tienen su gracia y su sentido cuando se celebran por una causa benéfica, pero no cuando lo que se vende es un partido entre las estrellas de la mejor liga del mundo.

Cada nueva edición es un agravio a la memoria de unas confrontaciones que hicieron del baloncesto un deporte admirado en todo el mundo. Al menos le ha quedado a la NBA la pedrea de los concursos de triples y de mates, no hace tanto a punto de quedar fuera del cartel, ahora revitalizados. Los de este año han sido de los mejores que se recuerdan, con polémica incluida por la decisión del jurado de designar a LaVine como vencedor del concurso de brincadores.



En el otro lado se sitúa el baloncesto de verdad con una fórmula que se ha revelado como el gran acierto de la historia de la ACB. La reciente edición nos ha devuelto a sus mejores épocas, cuando cualquier resultado era posible sin importar el presupuesto ni la alcurnia de los contendientes. La autenticidad del deporte con los favoritos buscando la victoria y el resto lo imposible. Y esto último ha vuelto a suceder.



Unos cuartos de final trepidantes en los que cayeron el Barcelona y el hasta hace pocas fechas imbatible Valencia. A punto estuvo de hacerlo también el Baskonia, el equipo más en forma de Europa, a manos de un Obradoiro espectacular que enardeció a la afición local de La Coruña. Y la emoción continuó en las semifinales, en las que el Herbalife Gran Canaria derrotó al Dominion Bilbao Basket tras remontar 19 puntos, inmediatamente antes de que el Madrid y el Laboral Kutxa nos ofrecieran el mejor encuentro de lo que va de curso en Europa.



Mientras, alrededor del torneo, las aficiones de los equipos y aficionados de todos los rincones de España se reúnen en un espectáculo en torno al baloncesto genuino. Ésta es la diferencia cada vez más acusada entre ambos acontecimientos: la celebración sincera de todo un deporte que se manifiesta en su esencia frente a la cada vez más artificiosa promoción de una marca que nos quiere vender hasta el envoltorio de un producto magnífico. Lo que no entiendo es por qué muchos se lo siguen comprando. Si lo hiciéramos aquí…