La semana pasada unos hinchas desalmados volvieron a poner de manifiesto que todavía hay mucho personal por civilizar. Más allá de la repulsa que merecen las agresiones, habría que preguntarse por qué se repiten con tanta frecuencia alrededor del fútbol mientras que apenas acontecen en otros deportes.
La tolerancia con la que los dirigentes han afrontado este tipo y otros más graves de conducta está en la raíz de un problema que está muy lejos de ser erradicado. No parece que se lo hayan tomado en serio hasta hace bien poco, si es que en verdad lo han hecho. No hace falta retroceder tanto para encontrar los vínculos de los clubs con los grupos ultra que tan funestas consecuencias trajeron ni la lenidad de muchas sanciones ante hechos que merecían un castigo ejemplar.
Pero donde siguen naufragando el mundo del fútbol es en la educación y en la transmisión de los valores éticos asociados a la práctica y disfrute de este deporte. Sólo basta comprobar el comportamiento de las mayoría de los futbolistas sobre el césped, en el que insultan, protestan airadamente, gesticulan rodean al árbitro y fingen continuamente lesiones y faltas inexistentes. En ningún otro deporte se toleran este tipo de actitudes. Sin embargo, lo peor es que estos comportamientos son replicados por los niños desde que comienzan a jugar, de la misma forma que los padres replican los de las hinchadas más fanáticas: protestas, injurias y una actitud exaltada en partidos de colegio.
Y aquí es donde reside el núcleo de la cuestión. Durante años se han repetido, hasta incorporarlos a la normalidad, unos patrones que se justifican en base a que el fútbol es para listos o que el reglamento es perfecto, y, por tanto, intocable. Hasta los medios consideran normal que, mientras sus jugadores homenajean con el pasillo de campeón a los visitantes, un estadio abronque con estruendo a los ganadores de un título O que, como sostenían esta misma semana en una tertulia de radio, el jugador no tiene por qué dar ejemplo. En definitiva, desde muchos ámbitos futbolísticos se amparan conductas que contempladas con lejanía, desde la perspectiva de otros deportes y, por supuesto, desde un punto de vista social y educativo, son bochornosas, inaceptables y fuente de conflictos. Inmersos en sus propias excusas son incapaces de calibrar la trascendencia de lo que ocurre.
Algo parecido nos ha ocurrido en España con el dopaje. Tan “felices de habernos conocido” estábamos disfrutando nuestro éxitos que fuimos incapaces de interpretar el movimiento de la lucha antidopaje que se estaba fraguando frente a la magnitud de una lacra que amenaza con acabar con asolar el deporte. Y, nuestros dirigentes, en lugar de ponerse manos a la obra para escrutar lo que estaba ocurriendo en nuestro país, se dedicaron a mirar hacia otro lado, cuando no directamente a proteger a los tramposos. Entre tanto, los medios poco menos que se remitían a la conspiración judeo-masónica y a la pérfida Albión.
Así, los culpables se escapaban por la gatera y en las operaciones de nuestro país sólo los deportistas extranjeros hablaban y eran sancionados, al tiempo que los nuestros lo negaban todo y se iban de rositas. Y lo que es peor, los españoles eran cazados en el extranjero, mientras aquí las instituciones, incluso el gobierno, rompían lanzas en su favor.
Si los políticos miraban para otro lado, la normativa española era insuficiente, los deportistas culpables españoles callaban, los Eufemianos de turno alardeaban de sus proezas y los medios, en general, se sumaban al sentir generalizado, a quién le puede extrañar que los países que van decapitando a algunos de sus deportistas más famosos nos miren con recelo.
Dicho esto, la verborrea de la ex ministra Bachelot es inadmisible. Por ser quién fue podría interpretarse que posee información que sustenta sus declaraciones. O sea, que Nadal hace bien en demandarla para alejar cualquier sospecha. Y bien haría el deporte español en limpiar sus cloacas de una vez por todas para que la sombra de la duda no siguiese pendiendo sobre inocentes.