A pesar de las consecuencias palpables y las evidencias científicas, la comunidad internacional tardó años en reaccionar frente a la amenaza del cambio climático. Solo en 1997 se firmó el protocolo de Kioto que, sin embargo no ratificaron o suscribieron algunos de los países que más gases contaminantes emitían. Hoy en día, los científicos advierten de que el cambio es ya irreversible, los últimos glaciares estables de Groenlandia aceleran su deshielo y el aire de muchas ciudades europeas, por no hablar de las chinas, es notablemente perjudicial para la salud. Cuesta creer que el interés de unos pocos y el desinterés o la credulidad de muchos, nublen la inteligencia colectiva hasta no reparar en las graves consecuencias de acontecimientos que suceden a nuestro alrededor.
El baloncesto vive sumido en una situación similar desde que en el año 2000 algunos clubs descontentos decidieron organizar su propia competición y romper relaciones con una Federación Internacional lenta de reflejos para solucionar el desafío. Al amparo de una pretensión sobre el control absoluto y rechazando de plano el modelo de explotación de la FIBA por considerarlo anticuado, alguno de los clubs más poderosos tiraron por la calle de en medio hasta convertir la Euroliga en una asociación aristocrática que ha ido arrinconando a las ligas nacionales. En contra del sistema piramidal que rige el deporte europeo, en el que la retroalimentación entre la base y la cúspide es continua para no detener el funcionamiento de ninguno de los escalones intermedios, el acceso a la Euroliga se organizó, en lugar de por méritos deportivos, con un complicado y cambiante sistema variable en función de los intereses de muy pocos. De no estar tan gastada la palabra diría que de los intereses de una casta.
La última vuelta de tuerca ha sido la anunciada reducción del número de participantes a 16 equipos que, además, jugarán más partidos. O sea, una profundización en un modelo que amenaza con extinguir la base de la pirámide, cada vez con menos fechas, menos recursos y menos alicientes. En palabras del entrenador del Valencia Basket, Pedro Martínez, “un corralito que beneficia a unos pocos”.
De hecho, las declaraciones vertidas estos días por protagonistas con peso específico y sentido común de nuestro baloncesto arrojan tanta luz sobre lo que está ocurriendo que nada mejor que sus palabras para explicarlo. El técnico del Valencia insistía en la opinión de muchos años de que “este sistema es un desastre. Así nos va, porque no miramos el bien del baloncesto. Claro que si fuese entrenador del Barcelona o del Madrid diría que esto es un maravilla”. También el legendario Joan Creus, hoy director técnico del Barça, reconocía los beneficios para su club de los cambios anunciados, aunque en un arranque de sensatez apostaba por una negociación para armonizar los calendarios: “El cisma de 2000 fue malo para el basket”. Más claro, agua.
De este cariz son los testimonios desde que el baloncesto se ha convertido en el deporte más cainita del planeta. Cuento la fiesta según me va en ella, mientras nuestro deporte se desangra poco a poco y se despersonaliza cada día más. Un continuo trasiego de jugadores, de cambio de normas y de sistemas de competición que hasta los mismos periodistas especializados -y no exagero lo más mínimo- son incapaces de digerir. Y unos clubs que defienden sus intereses del momento y que no juzgan la situación con la perspectiva necesaria.
Si con algo no estoy de acuerdo en las declaraciones de mis admirados invitados a la columna de este domingo, es que los grandes saldrán beneficiados de esta situación. Mucho me temo que no será así a medio plazo. Si el baloncesto resulta perjudicado también lo serán el Madrid y el Barcelona. Ellos también son baloncesto y cada vez tendrán menos mercado. Aunque sería injusto responsabilizarlos: quien está convirtiendo el baloncesto en un deporte para minorías es el ideólogo de la casta Euroilógica: Jordi Bertomeu.