LeBron James ha ganado su tercer anillo de campeón de la NBA esta madrugada (93-89 en el séptimo y definitivo partido ante los Golden State Warriors). Por su propio honor, pero también por el de Jim Brown, Earnest Byner y Craig Ehlo. El primero, uno de los mejores jugadores de fútbol americano de la historia, brilló con luz propia en los Cleveland Browns, ganadores del último título deportivo de la ciudad hasta ahora (1964). Una pérdida de balón del segundo, running back de los Browns, hizo que éstos se quedasen a las puertas de entrar en la Super Bowl de 1988. Al tercero en discordia le tocó sufrir delante de sus narices una canasta de Michael Jordan. La que eliminó de los playoffs de 1989 a los mejores Cleveland Cavaliers de la historia... hasta que llegó LeBron. El único capaz de conducir a los Cavs a su primer anillo y de levantar la maldición deportiva de toda una ciudad. Como en su segundo título, en el encuentro del todo o nada. Como en 2013, con un triple decisivo, esta vez de Kyrie Irving.
¿Qué otra cosa se podía esperar de 'El Elegido'? Es lo que él y sus paisanos anhelaron desde que empezó a acaparar portadas ya como jugador de instituto. Akron se le quedaba pequeña, aún más la liga universitaria. Quería tomar la NBA por asalto, sin contemplaciones. Y quería hacerlo en Cleveland, con los suyos. Con Zydrunas Ilgauskas, Mo Williams y Larry Hughes en la pista, además de Mike Brown en los banquillos. Haciendo grande a un equipo pequeño, el que le había elegido número uno del Draft de 2003.
Le costó cuatro largos años urdir el primer asalto al título. Pero llegó, en 2007, con 22 primaveras, en la flor de la vida. Sin embargo, la inexperiencia le jugó una mala pasada a LeBron y a sus Cavaliers. Los San Antonio Spurs no tuvieron ningún tipo de compasión de sus sueños de grandeza y les tumbaron por un rotundo 4-0. Tocó llorar lágrimas de rabia, pero Tim Duncan, haciendo honor a su apelativo de 'Siglo XXI', sabía cuál iba a ser el final de esta historia. Por eso, no dudó en consolar al aprendiz de estrella con las sabias palabras del veterano: "Esta va a ser tu liga dentro de muy poco tiempo".
Tenía razón, aunque James todavía debía esperar su momento. Los Lakers y los Celtics necesitaban saldar cuentas pendientes en las finales y, salvo los Orlando Magic, nadie asaltó su coto privado entre 2008 y 2010. El principal damnificado en toda esta guerra acabó siendo LeBron, rey de la liga aunque su corona siguiese sin llegar. Boston (dos veces) y Orlando le dejaron a las puertas de las finales, subcampeón del Este, en tres ocasiones consecutivas. Ni Shaquille O'Neal le salvó de aquel calvario. Y, ya se sabe, ante circunstancias difíciles hay que tomar medidas drásticas. LeBron anunció su 'Decision' a los ojos televisivos de todo Estados Unidos en verano de 2010: dejaba Cleveland para ganar títulos en los Miami Heat.
Su estrella no sería la única que brillase en Florida. También lo harían las de Dwyane Wade y Chris Bosh. Dicho y hecho: finalistas de la NBA casi un año después de la llegada de James. Con mucho odio y despecho de por medio, tanto como para que en Cleveland quemasen su camiseta con el '23'. Tanto que a LeBron le crecieron (aún más) los 'haters' cuando hizo historia... fracasando una y otra vez en los últimos cuartos contra los Dallas Mavericks. Dirk Nowitzki se convertía en otro 'jugón' al que envidiar. Ya tenía el anillo, la preciada joya que seguía sin brillar en el dedo del ahora santo y seña de los Heat.
La primera en la frente, aunque habría tiempo para remediarlo. Cuando los Oklahoma City Thunder lograron el primer punto de las eliminatorias por el título de 2012, LeBron se dijo a sí mismo que aquello no podía continuar. Tenía que ganar, debía ganar. Por su leyenda y para acallar a los críticos. El resto de aquellas finales fueron suyas de cabo a rabo. Como para no serlo con un 4-1 favorable a sus Heat, llevados en volandas por la rabia de su líder, campeón con MVP incluido. Ya no era un Charles Barkley o un Pat Ewing de la vida: por fin, alcanzaba la gloria.
Esa sensación de creerse el rey del mundo, con total literalidad, hizo que James repitiese título en 2013. Con mucha más épica (aquel increíble triple de Ray Allen para forzar la prórroga del sexto encuentro contra los Spurs, aquella sentencia al anillo en el séptimo), pero idéntico sentimiento. Los Heat acababan de lograr el 'back-to-back', pero LeBron ya pensaba en clave de 'three-peat'. Sin embargo, San Antonio se vengó al año siguiente. Sin ningún tipo de miramiento (4-1) y con Kawhi Leonard obligando al rey a cuestionárselo todo una vez más en su carrera.
Tanto como para volver, cual hijo pródigo rico y exitoso, a los Cavaliers que le habían visto crecer. Los malos sueños y los comentarios negativos se habían acabado. Tocaba volver a aspirar a todo, y LeBron no defraudó en su empeño, de nuevo convertido en el ídolo de la ciudad, en el hijo que toda madre querría tener. El ritual de los polvos de talco ya era cosa del pasado, casi que también la cinta en el pelo, pero Cleveland, como en los viejos tiempos, regresó a las finales.
Y, como ocho años atrás, volvió a caer. Las nuevas generaciones, con Stephen Curry y sus Golden State Warriors al frente, empeoraban una vez más la estadística ganadora de James con el anillo de por medio. Dio igual que se multiplicase por cinco, sin apenas ayuda debido a las lesiones de Kevin Love y Kyrie Irving por el camino. De forma irremediable, salían a la palestra el runrún, la etiqueta de 'perdedor', la promesa y el desafío de regresar con más fuerza al año siguiente.
No fue fácil. Eclipsados por la mayor pujanza de los equipos del Oeste, los Cavs empezaron el curso dubitativos. Hasta tal punto que David Blatt, forjador del subcampeonato desde el banquillo, acabó siendo destituido. Ascendió Tyronn Lue, dicen las malas lenguas (y las no tan malas) que por obra y gracia del presidente, técnico en la sombra y jugador franquicia de los Cavs: LeBron, el todo en uno. El caso es que el movimiento pareció sentarle bien al equipo, que realizó una buena recta final de temporada regular y una postemporada al borde del sobresaliente.
Sin embargo, las incertidumbres hicieron acto de presencia ante los Warriors más letales de la historia. Con un 3-1 favorable a los de Oakland en la gran final, todo parecía ya perdido para la causa de los Cavaliers. Hasta que emergió el LeBron más omnipotente que se recuerda. Sobrehumano, remontó lo que nadie había remontado antes, y lo acaparó todo: puntos, rebotes, asistencias, tapones y robos. No pudo haber un MVP más incuestionable, con un triple-doble que ya forma parte de las enciclopedias (27 puntos, 11 rebotes y 11 asistencias). Forjado a partir de sus dos palabras favoritas: Game 7.
Con Irving y Tristan Thompson como alternativas esta vez sólidas a su liderazgo, James añadió la tercera joya a la corona de rey. Él y Cleveland lo necesitaban. Para demostrar que el regreso a la tierra que le vio nacer tenía un propósito, para que tenga que pensarse menos qué rumbo toma como agente libre y, sobre todo, para honrar a los héroes del pasado. Por fin, Brown, Byner y Ehlo pueden expiar sus pecados. A los tres títulos de conferencia y cinco de división de los Cavaliers ya les acompaña, tras tanto tiempo buscándolo, un campeonato. Ocasión inmejorable para desempolvar las vitrinas deportivas de la segunda ciudad más grande de Ohio.