Hace ya diez años desde que Andrés Montes nos dejó sin previo aviso. Una fría mañana de octubre de 2009 nos levantamos con la tristeza de su muerte. Un narrador genial y una persona bastante opaca de la que poco supimos más allá de su recorrido audiovisual, pero a la que siempre nos quisimos imaginar sin parar de fabricar chascarrillos, poniéndole motes a todo lo que se meneaba y tratando de hacerle la vida más sencilla a los que tenía alrededor.
Yo no tengo ni idea de cómo era Andrés Montes fuera de las cámaras. Ni idea. Y me da igual. No necesité nada de eso para sentir su ausencia como si de un familiar cercano se tratara. Yo solo sé que llegaba la madrugada y él era un motivo para trasnochar. Que hacía radio y era razón más que suficiente para conectarla. Y que se puso a narrar fútbol y no nos quedó más remedio que tragarnos hasta los partidos más infumables del momento. Por él.
Sí que le achaco una cosa: la vida no es maravillosa, Andrés. La vida, si te paras a analizarla, es una puta mierda. Vivimos encorsetados en trabajos que no nos apasionan, con horarios inhumanos que nos impiden disfrutar de nuestras familias, y sueldos de miseria que apenas nos dan para una rondita a la semana.
Enchufas la tele y solo ves enfrentamientos, atrincherados, polémicas gratuitas y desgracias propias y ajenas. Debates políticos en los que sistemáticamente uno lleva gasolina y el del lado opuesto un mechero. Programas vacíos, libros escritos por gente que no sabe ni hablar y concursos de talento con jurados macarras que se repiten una y otra vez como el día de la marmota. O como el ajo, que para el caso es lo mismo, pero pica.
Decías, en honor a la verdad, que la vida puede ser maravillosa. Puede. Ya esto lo dejabas a gusto del consumidor. Y como nos dabas a elegir aquí estamos, eligiendo recordarte cada dieciséis de octubre. Porque sigue sin haber otro como tú. Porque queremos seguir recordando tus motes, jugar a ser tú e inventarnos otros. Porque seguimos vendiendo que el deporte y el humor pueden ir de la mano. O el humor sin más, que ya nos conformamos con poco. Porque hiciste, seguro que sin pretenderlo, del baloncesto una cueva chiquitita donde se grita, se insulta y se juzga menos.
Un lugar donde unos cuantos miles de locos nos seguimos juntando en para hacer lo que más nos gusta: ver a unos tíos tirando a canasta mientras comentamos lo felices que somos. Porque el balón vuela, el párrafo anterior desaparece y a partir de ahí ya cada uno elige lo maravillosa que puede ser su vida. La mía puede. Y es.
Gracias a ti y a otros tantos a los que les dieron un micrófono y decidieron que iban a aprovecharlo para unir en lugar de intoxicar. Ondeabas amor en lugar de banderas. Y la convivencia no tiene mucho más misterio. Hasta dentro de un año, Andrés.