El primer día que el Partizán de Belgrado de Obradovic, Djordjevic y Danilovic entrenó en Fuenlabrada, exiliado, no habían llegado todavía las canastas homologadas por la FIBA. Sin embargo, la leyenda estaba comenzando a escribirse, sobre la marcha y con mucha prisa.
"Nosotros estrenamos el Pabellón Fernando Martín", recuerda Nikola Loncar, que con 19 años ya formaba parte de aquella plantilla inolvidable a la que no dejaban jugar la Copa de Europa en su país por culpa de la sangrienta guerra desatada ese mismo verano de 1991. "Teníamos esas canastas que bajan del techo. Al día siguiente por la mañana nos llegaron las reglamentarias", comenta José Quintana, presidente del Fuenlabrada. Ambos vivieron la hazaña en primera persona: uno desde la pista y otro desde el despacho, porque por aquel entonces era el alcalde de este municipio madrileño al que estaba llegando, de manera inverosímil, el baloncesto de élite. Ambos han conversado con EL ESPAÑOL sobre aquellos meses de locos.
El comienzo de esta historia de amor fue una jugada de billar a tres bandas. "La empresa Dorna, a través de un representante –acabábamos de inaugurar el Pabellón Fernando Martín–, vino a hablar conmigo y con la persona que por aquel entonces teníamos al frente del Patronato Municipal de Deportes", rememora Quintana, sin dejarse ningún fleco de estos prolegómenos. "Nos habló de la posibilidad de colaborar de cara al futuro. Éramos conscientes de que teníamos un pabellón nuevo y que había que darle contenido".
Al mismo tiempo, la carrera del Partizán en la Euroliga 1991/92 acababa de comenzar, a pesar de que la guerra ya asolaba cada rincón del enorme país que una vez fue Yugoslavia. "Jugamos la previa de la Euroliga contra un equipo húngaro [Szolnoki Olaj KK]", indica Loncar. "Les ganamos, y luego nos dijeron que no podíamos seguir jugando en Belgrado como locales. Yo hasta entonces no había escuchado hablar nunca de Fuenlabrada".
Es entonces cuando entra en escena un personaje vital para esta unión impensable. "En un momento dado, este representante de Dorna nos llama con la propuesta. Él tenía bastante relación con Milenko Savovic, pívot que había jugado en Granada y que seguía muy ligado a la estructura de Partizán" –Quintana, a pesar del paso de los años, lo sigue teniendo todo muy presente–. "Savovic le informó de la prohibición de la FIBA a los tres equipos yugoslavos que les impedía jugar en casa la Copa de Europa. Llegó la propuesta. Nos decidimos por el Partizán porque era el equipo más joven de los tres, y nos parecía que eso encajaba y que la gente de la ciudad se iba a identificar más con ellos".
Los otros dos equipos eran la Cibona de Zagreb, que acabó jugando como local en Puerto Real, y la antigua Jugoplástika de Split –Slobodna Dalmacija–, que disputó esos encuentros en La Coruña. Tuvieron peor suerte que el Partizán. Fuenlabrada se cubrió de gloria.
Huyendo de la guerra entre semana
Y así fue como empezó todo. "Cuando nos dijeron que vendríamos a Fuenlabrada nos sentimos fenomenal. En parte dolía, pero era jugar en Fuenlabrada o no disputar la Euroliga". Nikola Loncar –que luego jugaría en nuestra liga en el Real Madrid, Joventut, Breogán y Estudiantes– explica la logística porque, en realidad, que nadie se imagine a los jugadores de Partizán paseando por el centro de Fuenlabrada, comprando el pan en la panadería o la fruta en el mercado.
"Jugábamos la liga yugoslava [ya solo con serbios y montenegrinos] y viajábamos entre semana para jugar la Euroliga. A Fuenlabrada, si éramos locales. Si coincidían dos partidos seguidos en casa, aplazábamos el partido en nuestra liga para quedarnos en Madrid y no tener que viajar dos veces".
El trasiego de viajes era considerable –de paso, ganaron también su liga–, y no les permitía mezclarse todo lo que hubieran querido con su hinchada prestada. "En Fuenlabrada nos olvidábamos de la guerra y de los problemas que teníamos en casa. La pena es que no pudiéramos alojarnos en algún hotel de Fuenlabrada para disfrutar más de su gente. Viajábamos siempre desde Belgrado o nos desplazábamos desde Madrid".
La relación con la hinchada de Fuenlabrada, teniendo en cuenta la situación y los detalles, se trabajó con mucho cuidado. José Quintana, presidente y exalcalde, cuenta algunos trucos. "Cuando entrenaban, Obradovic [que acababa de cambiar la camiseta de jugador por el traje de entrenador] nos pedía que hiciéramos el favor de llevar a chavales de colegios, de centros educativos, para que los jugadores pudieran estar con ellos, firmarles autógrafos. Empezó a generarse una comunión. La avalancha de gente que les iba a ver cada miércoles fue una sorpresa para nosotros. No había día de menos de 3.500 o 4.000 personas".
La leyenda del Partizán de Fuenlabrada sigue viva y se recuerda con fuerza en el vigesimoquinto aniversario, gracias también a la plantilla actual, que pasea los colores con orgullo por el viejo continente participando en la Eurocup –hasta el momento con mucho mejor rendimiento que en la propia Liga Endesa–. En el equipo, como para rematar ese homenaje a los años más duros de Yugoslavia, conviven un croata, un serbio y un montenegrino.
Los hijos de Yugoslavia en Fuenlabrada
Tras vencer al Bilbao en Eurocup, el base croata Marko Popovic atiende a este periódico en el vestuario local y cuenta sus recuerdos. Tenía nueve años cuando saltó todo por los aires, y el Partizán aterrizó en esas mismas duchas. "Yo era muy pequeño pero me han contado toda la historia y he leído sobre ello. Un histórico triple [no es ningún spoiler] de Djordjevic al final. Se sintieron muy cómodos aquí".
Veinticinco años después sigue dando respeto adentrarse en la cabeza de quien vivió el horror de las bombas, desde distintas perspectivas además. Popovic lo hace con entereza. "Si yo como jugador, como deportista, estuviera pendiente de las cosas políticas, entonces todavía tendríamos problemas. Si todos somos buenas gente, da igual croata, serbio, bosnio, macedonio o de donde sea, yo no tengo ningún problema".
Los tres –Marko Popovic, Iván Paunic, serbio, y Blagota Sekulic, montenegrino–, crecieron en el mismo país –Paunic y Sekulic llegaron a jugar en el Partizán– y ahora, mientras recordamos las andanzas del exilio, defienden tres banderas diferentes. Popovic, con una tranquilidad que ya quisieran para ellos muchos de los que pierden el control con cualquier memez, no duda ni un segundo: "Son temas políticos. Nosotros los deportistas hablamos el mismo idioma en la pista. Tengo la suerte de tener a Paunic y Sekulic dentro del vestuario".
Junto a Popovic, en ese mismo vestuario feliz tras la victoria en Eurocup, pasa recién duchado el pívot Chema González. Tiene 25 años, los mismos que la leyenda. Pero es de la casa y conoce los detalles. "Creo que la gente siente como que Fuenlabrada tiene una Copa de Europa", comenta entre risas. "La que ganó Partizán, en parte, es de Fuenlabrada, del público que les acogió aquí y les ayudó".
Lo que fueron los nervios del primer día, el 7 de noviembre de 1991, la noche del debut del Partizán en Fuenlabrada, sólo lo puede describir Quintana –hermano mayor, además, de Óscar Quintana, el entrenador–: "Íbamos con la ilusión de que estábamos dando al Fernando Martín un espectáculo adecuado y entendíamos que podíamos tener el respaldo de la gente, pero no nos imaginábamos que tanto. Era un partido contra los belgas de Racing de Malinas, se les ganó muy fácilmente. Eso hizo que la afición creciera aún más. Ganar nos gusta a todos".
Todo lo que vino después ya está en el museo inmortal del baloncesto europeo. No sólo se ganó una Euroliga [al Partizán le permitieron jugar ya los cuartos de final en Belgrado, y la Final Four fue en Estambul]; se ganó una ciudad que sentía en las venas el deporte de la canasta, y que fue solidaria hasta el final, y aún hoy lo lleva dentro. "El Partizán fue la semilla desde donde posteriormente creció nuestro baloncesto. La semilla de que el Fuenlabrada esté hoy en la máxima categoría y además jugando la Eurocup. El Partizán nos contagió", reconoce el presidente.
Con los pies en el suelo, y volviendo a la dolorosa convivencia entre excompatriotas, y todo lo que han sufrido desde entonces millones de familias, queda –más allá de haber levantado el ilustre trofeo– el metálico sabor de las balas. Nikola Loncar, al que el baloncesto y la vida le atraparon en España, lo sabe bien: "Lo nuestro era jugar, entrenar y convivir día a día. Era una situación muy triste. La guerra es una mierda, una putada, una basura, para nuestros expaíses y para todo el mundo. No se lo deseo a nadie, y todo fue por culpa de los políticos".
Todo esto fueron los ingredientes de la leyenda del Partizán de Fuenlabrada. Una historia de amor contagioso por el baloncesto que se seguirá contando de generación en generación. Un relato que deja verdades como puños, como rocas, como un lanzamiento en carrera en el último segundo de una final.