Por mucho que se empeñaran los titulares de la prensa, quienes analizamos la profundidad del deporte éramos conscientes de que la llegada de Zidane no iba a variar el rumbo del equipo a corto plazo. Es un hecho cierto que la mayoría de los jugadores están más cómodos con él y son más receptivos que con Benítez -lo que no quiere decir que le hiciesen la cama ni que no se comportaran de forma profesional- pero también que el equipo, a pesar de estar más a gusto, sigue obteniendo unos resultados muy parecidos.
La razón radica en que el factor anímico es solo uno de los muchos componentes que determinan el rendimiento. Todas las novedades son estimulantes para quienes las reciben, pues modifican el nivel de activación que pone en marcha la energía necesaria para afrontar las tareas. Sin embargo, el efecto de un cambio de entrenador en cualquier equipo, y lo hemos visto cientos de veces, no modifica en muchas ocasiones la trayectoria de un conjunto con problemas de fondo. Y el Madrid los tiene.
La memoria flaquea y la historia se olvida, aunque se repita de forma machacona. Cuando Zidane fichó en 2001, el Madrid, un equipo con talento pero ya con tendencia a la irregularidad, se descompensó. El fichaje del brasileño Ronaldo terminó por configurar el Madrid de los Galácticos, un grupo tan llamativo como frágil, condenado de antemano a un trágico final. Aunque bien mirado, los problemas venían de mucho antes.
Hay un dato demoledor para los madridistas que explica la carencia de una estructura sólida y duradera. Desde 1990 hasta hoy el Madrid ha ganado sólo siete ligas mientras que el Barcelona encara ya su decimocuarto título. El doble. Cuando Johan Cruyff se hizo cargo de la gestión deportiva los papeles se invirtieron, aunque el Madrid ya había roto sus principios desde la llegada de Ramón Mendoza y solo la inercia del club y la irrupción de la Quinta del Buitre le ayudó a mantener la hegemonía durante los años 80.
Desde entonces, el Madrid ha ido caminando a golpe de repentes, sin un patrón que lo defina, un estilo al que aferrarse ni una cantera que lo sostenga. Mientras, su eterno rival, va sorteando los tiempos con nuevas variantes del camino que marcó el holandés. Hasta el entorno, ese demonio así bautizado por Cruyff, que revoloteaba sin cesar como buitres en espera del menor fallo, parece haber cambiado de bando.
En esta tesitura, el Madrid lleva aferrado a la tabla de salvación de la Liga de Campeones demasiados años como para pensar que lo que ocurre es fruto de la mala suerte y que la solución está en remedios puntuales. Y aunque las gane, los cambios han de ser más profundos. En el deporte y en la vida, la solución de los problemas estructurales requieren su tiempo y no se arreglan de un plumazo.
Sin embargo, el Madrid vive instalado en un vértigo permanente del que ya no creo que merezca la pena saber quién lo originó y que lleva camino de convertirse en un agujero negro que engulle todo lo que se aproxima a su campo gravitatorio. Hace ya tiempo que las directivas, los medios y los aficionados alimentan la dimensión de la crisis obnubilados por el imposible del éxito inmediato y la excelencia perpetua. El resultado de esta actitud es la historia que estamos viviendo: el fracaso garantizado.