Hubo un aplauso infinito, una religión que no se compra, un “juntos a por la victoria” en la tribuna. Hubo un grito, un jolgorio eterno y unos brazos que celebraron mirando al cielo. Hubo un “luchar contra las dificultades” -palabra del Cholo- y un suspiro final. En definitiva, hubo una certeza, la de que el Atlético estará en semifinales. Y no de cualquier manera. Lo hizo dejando en la cuneta al equipo de las cinco copas, al de la MSN y al líder de la Liga. Por resumir, a la escuadra que hace menos de un mes era la favorita para ganarlo todo y practicaba el mejor fútbol del planeta. A ese conjunto doblegó el Atlético, infinito en su esfuerzo y valiente cuando se lo pidió el partido. Pero, sobre todo, efectivo. Una vez más, gracias a Griezmann, que mandó al carajo todos los fantasmas para dar el pase a los colchoneros con dos goles (2-0).
Al otro lado, mientras el graderío buscaba copas y soñaba con ellas, quedaba un Barcelona en estado terminal, irreconocible e incapaz. Un equipo comandado por un Luis Enrique que no quiso comparecer en el Calderón en la previa -ya ven para lo poco que sirvió- y que jugó a lo que sabe, pero sin concretar en los metros finales. Muerto de cansancio, sin soluciones en ataque y con una crisis evidente que se resume en números -un punto en las tres últimas jornadas de Liga- y en una eliminatoria que mereció llevarse el Atlético.
Comentado lo anterior. Vivir lo que ocurrió a la orilla del Manzanares vale como poco recordarlo hasta la vejez. Porque hay días en los que las palabras pueden tratar de explicar sentimientos, pero no lo conseguirían ni aunque pusiesen a Cervantes a escribir en un ordenador de última generación. Así es y así será siempre que les dé por acudir al Calderón, que intenten describir cómo se mueve el graderío con cada levantar de brazos del Cholo, cómo ruge la afición con cada carrera de Gabi o cada pase de Koke. Cómo canta el “Luis Aragonés, Luis Aragonés...” el grito del recuerdo. Pero, sobre todo, como intimida el respetable cuando el Atlético se pone a favor, cuando, como ocurrió ante el Barcelona, su equipo se coloca por delante y las piernas del contrario aflojan, languidecen y entran en pánico.
Todo esto, explicado de forma más simple, tuvo lugar al borde del descanso, con Saúl entrando por la banda, colocándole el balón con el exterior a Griezmann y éste anotando para inaugurar el marcador. Lo que a la larga sería el gol del pase a semifinales. Un tanto que, por otra parte, se veía venir. En primera instancia, por la incapacidad del Barcelona para convertir el toque en ocasiones claras de gol; y en segundo lugar, por la solidez, la entrega y el empuje de los locales, que tuvieron hasta otras tres oportunidades de ponerse por delante en la primera mitad.
Ocurre que el fútbol, ya saben, son estados de ánimo. Y sobre el campo se dieron cita dos completamente diferentes. El Atlético, movido por todo lo acontecido en las últimas semanas -la expulsión de Torres, el perdón a Suárez-, poco menos que salió del túnel de vestuarios en la segunda mitad como tan sólo son capaces de hacerlo los equipos con hambre. Tanto es así, que pudo sacar mayor ventaja gracias a un remate de Saúl que pegó en el larguero. Y, como decimos, por otro lado, el Barça, incapaz de nada salvo de tocar se fue diluyendo. Ya fuera con Iniesta, con Rakitic o con Arda -que salió por el croata en el minuto 65-. Dio igual.
Ante ese panorama, el Atlético tardó en matar. Jugó mejor que su rival, lo intentó y se llevó el gato al agua. Esta vez, gracias a un penalti cometido por Mascherano que convirtió Griezmann. Héroe, escudo y emblema. Un rostro individual en una victoria que es de bloque, de conjunto y que volvió a repetir aquello de “ganar, ganar y ganar”. Ya lo dijo el sabio. Y el resto poco importa…