Visto con perspectiva, el ridículo del ‘caso Cheryshev’ pudo ser una bendición para el Real Madrid. Zinedine Zidane cogió el 5 de enero un equipo desmotivado y sin rumbo, lastrado por lesiones musculares continuas y un deterioro físico que duraba ya casi un año. Tenía ante sí un calendario bastante benigno durante mes y medio, sin partidos entre semana, y el francés se dedicó fundamentalmente a dos cosas: dar cariño a unos futbolistas descontentos y recuperar la condición deportiva de una plantilla desgastada. Planificó una segunda ‘pretemporada’ e hizo trabajar a sus grandes estrellas. En paralelo, protegió sin descanso la autoestima de Cristiano o Bale y les hizo comprender, sin prisa y sin pausa, que el equipo no podía partirse por la mitad en cada partido. “Una cosa es jugar con balón y otra sin balón: ahí tenemos que correr todos juntos”, repetía en las ruedas de prensa.
La afición recibió la llegada de ‘Zizou’ como un regalo de Reyes y vivió unas semanas de euforia desmedida. Su vídeo de la volea en Glasgow volvía a las redes sociales y su inexperiencia (tras dos temporadas irregulares con el Madrid B) era comparada con la bisoñez del Guardiola entrenador cuando llegó al banquillo del Camp Nou. En público Zidane se comportaba con una tranquilidad orientalista y el efecto cautivador de una sonrisa perfecta. Los jugadores estaban hechizados con el regreso de una leyenda que una década después de aquel cabezazo a Materazzi en la final del Mundial 2006 rezumaba ante todo paz y confianza. Es decir, capacidad de persuasión.
Después del malestar generalizado que había ocasionado la metodología del espartano Benítez, el extremo opuesto del francés en cuanto a biografía personal y trayectoria como técnico, el compromiso emocional de los futbolistas fue inmediato. El equipo comenzó a replegarse mejor y a desarrollar un mecanismo de ayudas propio de un equipo campeón: algo que el supuestamente ‘defensivo’ Benítez sólo había logró en un par de partidos entre finales de septiembre y primeros de octubre. Las frases de alabanza hacia el entrenador no tardaron en surgir desde el corazón del vestuario. Cristiano Ronaldo volvió a hablar con los periodistas. Las victorias iban generando un estado de ánimo completamente diferente.
La resaca del derbi
El subidón inicial se tornó en resaca dolorosa cuando se comprobó, apenas en febrero, que el equipo no había cambiado tanto. Ni antes era tan malo ni ahora tan bueno.Mostraba incluso peores registros que en la era Benítez. Cristiano no estaba fino, Ramos tampoco, a James se le seguía esperando y a Isco se le retiraba el velo protector después de dos temporadas y media. Keylor seguía salvando a sus compañeros, Danilo sufría la ira colectiva, Bale sufría demasiados parones y Kroos parecía todavía cansado. Al Madrid le llegaban demasiado a puerta. La inapelable derrota en el Bernabéu contra el Atlético fue el punto más bajo de este cuatrimestre milagroso; incluso más que la dura caída en Wolfsburgo en cuartos de final de la Champions.
A Zidane sólo se le vio enfadado en Las Palmas, tras una victoria inmerecida (“así no vamos a ninguna parte”). No modificó su discurso: trabajo, esfuerzo, cariño, todos somos importantes, Cristiano es el mejor futbolista del mundo. El cuerpo técnico confiaba discretamente en que el equipo llegaría regenerado físicamente al tramo decisivo de la temporada, pero tenía sólo un sueño al que aferrarse: Europa. La Liga era imposible. Ni por asomo esperaban el bajón colectivo del Barcelona. Casemiro ya se había hecho imprescindible en los partidos decisivos.
La inflexión del Camp Nou
En el minuto 60 del Barcelona-Real Madrid, el 2 de abril, los blancos estaban a 13 puntos de los culés y el madridismo se preparaba para un final de campaña extraordinariamente agitado. Y en esa media hora final, de repente, el Madrid arrolló a los líderes de la Liga, favoritos para la Champions, para recuperar sus sensaciones de club grande y otorgar a Zidane su primer galón como técnico del primer equipo. Cuatro días después llegaba la vuelta contra el Wolfsburgo. El madridismo olvidó las críticas y arropó al equipo desde las calles de Chamartín. Cristiano se restableció como líder incontestable del equipo. El Bernabéu recordó el aroma de las remontadas. Y la temporada, para colmo, estaba salvada.
El ‘mes horribilis’ del Barcelona en abril terminó de configurar un escenario prodigioso, casi sobrenatural: el Madrid podia ganar dos títulos. Se cruzaban apuestas en las oficinas del club y madridistas hastiados volvían a sentarse delante de la televisión. El resultado del sorteo de semifinales, que eliminaba a Guardiola y a Simeone, pareció otra señal de buenaventura. Se lesionaron Cristiano y Benzema, se cayó Casemiro de la vuelta, pero la dinámica del Madrid era imparable. No es un equipo fascinante, no sufrió un vuelco total. Ni siquiera han completado unas semifinales impresionantes. Sencillamente han vuelto a creer en ellos y a jugar de forma compacta, en un ejercicio de responsabilidad que tiene más de supervivencia que de buen juego, de potencia que de lecciones balompédicas, de experiencia que de calidad. Con el balón se disfruta (siempre en 4-3-3) y sin él se corre.
Cuatro meses exactos después de que Zidane fuera presentado en el palco del Bernabéu, el equipo está en la final de la Champions League y no ha perdido sus opciones en Liga. El rey mago ha obrado el milagro. Y dice que ve en sus hombres la misma mirada que el año de la ‘Décima’. El rival en la final será el mismo, pero cabe decir que la mirada de los jugadores del Cholo ya no será igual que en 2014.