“Fue una llamada, no que oyese una voz en mi cabeza ni nada de eso. Vino de la nada, y así es como supe que era auténtico, porque no era algo que viniese de mí”. Philip Mulryne tiene 39 años y es el capellán de Newbridge College, una escuela secundaria irlandesa y católica situada a 40 minutos de Dublín. Fue ordenado diácono en octubre de 2016 y sacerdote el pasado julio. Ocho años atrás, su vida todavía giraba en torno al fútbol. Y no cualquiera: el de más alto nivel.
Mulryne, centrocampista norirlandés, se formó en las categorías inferiores del Manchester United desde los 14 años. Era el equipo de su vida, puesto que tenía la habitación llena de pósters de las estrellas de los Diablos Rojos y su padre hablaba de George Best cada dos por tres. Quién le iba a decir a Philip que, tras cinco días de pruebas, tendría delante al mismísimo Alex Ferguson en su despacho de The Cliff, la ciudad deportiva del club. El míster escocés quedó prendado del chaval y le ofreció dos años de contrato como canterano. Aceptó sin dudarlo.
Sí, los chavales de Londres parecían tener más confianza en sí mismos que Mulryne, que venía de la parte oeste de Belfast. Incluso llegó a plantearse volver a casa. Aun así, poco a poco fue desarrollando un sentimiento de pertenencia al United que acabó permitiéndole debutar con el primer equipo en octubre de 1997. Antes de participar en aquella victoria contra el Ipswich Town en la Copa de la Liga, Philip había sido clave en el equipo que conquistó la FA Cup juvenil dos años antes.
Más tarde, en el curso 1998-1999, llegó su gran momento en Manchester. Tuvo lugar en el primer partido de pretemporada, meses antes de que el United ganase el triplete (Liga, Copa y Champions). David Beckham no jugó contra el Birmingham City. Era conveniente apartarle un poco de los focos tras su polémica expulsión ante Argentina en el Mundial de Francia. Mulryne fue titular en aquel partido y no desaprovechó su oportunidad: tres goles, a pesar de caer por 4-3.
Aun así, no tenía sitio en el United. Sí en el banquillo, al que fue relegado en cuanto el jugador franquicia volvió, pero no para brillar. Philip dejó Manchester en marzo de 1999. Pasaría seis años en el Norwich City, que ascendería a la Premier League con él en sus filas. Después, una temporada y media en el Cardiff City, unos meses en el Leyton Orient y una campaña más, la última de su vida, en el King's Lynn. Sin embargo, algo fallaba entre Mulryne y el deporte rey.
Quedó claro cuando fue apartado de la selección de Irlanda del Norte, tras 27 internacionalidades (gol incluido en su debut), en 2005. Se saltó el toque de queda previo a unos partidos clasificatorios para el Mundial de 2006 junto con su compañero Jeff Whitley, que tenía problemas con el alcohol y las drogas. Viajaban juntos para concentrarse con su equipo nacional, pero el vuelo se retrasó, faltaron a un entrenamiento, decidieron tomarse unas pintas en el aeropuerto mientras esperaban… y la noche se desmadró al llegar a Belfast.
Antes de aquel incidente, Mulryne llegó a comprarse tres o cuatro coches al año por puro aburrimiento y deseo de tener más y más posesiones materiales. Con la ropa y las viviendas le pasaba algo parecido. También salió con mujeres despampanantes, incluida una modelo de cierto glamour. Pero aquel estilo de vida no le llenaba. Después de una serie de lesiones de cierta gravedad y de apartarse un año de los terrenos de juego, Philip volvió junto a los suyos en 2009. Primero, quiso encontrar nuevo equipo. Después, se planteó formarse como entrenador. Por último, la Iglesia se convirtió en el destino más apetecible.
La religión siempre le había acompañado. Su familia es católica: asistir a la misa de los domingos y rezar antes de acostarse eran deberes de obligado cumplimiento en su infancia. Mulryne llegó a mantener esta última costumbre ya en las filas del United. No obstante, el fútbol le convirtió, un tanto, en una oveja descarriada. Se reencontró con Dios después de una visita a la iglesia local de Belfast Oeste junto a su familia. Lo decidió entonces: iba a enrolarse en la orden de los dominicos.
Para cumplir su deseo, Philip tuvo que declararse en bancarrota. Pocos supieron entonces que lo hizo para cumplir el voto de pobreza de su orden religiosa. El voluntariado que el futbolista había realizado en un albergue para sintechos fue clave para iniciarse en el sacerdocio. Ahora, después de formarse en teología durante unos cuantos años, reza cinco veces al día y da clases de religión en una escuela que cuenta con más de 800 estudiantes.
Los alumnos le preguntan a Mulryne cómo fue capaz de dejar atrás su vida como futbolista. Él tiene claro por qué lo hizo: se sentía vacío por dentro. Prefiere no pertenecer a nada ni nadie, esa espontaneidad de estar un día en su colegio de Irlanda y al siguiente ser destinado a India o Irán. Habla de su experiencia en el United y de la disciplina que se debe tener con uno mismo, tanto en lo físico como en lo personal, a sus pupilos. Quiere ser un ejemplo a seguir para ellos, como los que él buscaba en Manchester. Alguien que les ayude a llevar mejor la juventud y a ordenar sus vidas de cara a lo que les espere en el futuro.
Philip sigue en contacto con algunos de sus excompañeros, como Mackay y Bellamy. No se olvida del fútbol: ha llevado a los estudiantes a Old Trafford para disfrutar de algún que otro partido del United. También intenta estar al tanto de cómo le va al Norwich. Y todavía está en forma, como demuestra siempre que le dejan un balón mientras entrena al equipo de fútbol de la escuela.
“No me cabe duda de que el Señor me quería para ayudarle a acercarse a la gente joven […] Mi vida como futbolista tenía un propósito, pero creo en la idea de tener cuerpo y alma. Usé mi cuerpo para jugar al fútbol y mi alma me llevó a seguir esta vocación”, sentenció Mulryne en una conversación con The Times. La clave de la felicidad que inunda su nueva vida es haber respondido a tiempo a una llamada que le salvó de un vacío existencial que, quién sabe, podría haber sido fatal.
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