Tengo una devoción especial por Luis Suárez. Quién no la tiene. Luisito se ha ganado a pulso el respeto y el afecto de todo el mundo del fútbol, tanto por su calidad humana como por la nobleza intachable con la que se emplea en el terreno de juego.
Lo que pasa con Luisito, el entrañable, es que tampoco le gusta hacer ostentación de su bonhomía. Se aplica a conciencia el mandamiento de la discreción bíblica, aquello de que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda.
Llevando este consejo a sus últimas consecuencias, no sólo Luisito no presume de su impoluta hoja de servicios, sino que no le importa aparentar ser un perfecto miserable de vez en cuando, o incluso más que de vez en cuando. Es pura apariencia. De este modo, Luis acapara los denuestos de la caverna más profunda, los envuelve metafóricamente y los ofrece al Altísimo, a modo de mortificación personal, por las misiones en Guinea Conakry.
Hay que valorar como merece este gesto de inmolación en aras de un bien mayor. A Luisito no le importa que todos esos cortos de mente y espíritu le llamen cerdo o rata de cloaca. Con esos insultos injustificados, que revelan sobre todo una patente falta de información, Luis confecciona imaginarios rosarios que le permiten orar por el bien del mundo, también del tuyo, ingrato lector. Tus imprecaciones son perlas en el rosario de un hombre esencialmente cabal, pío, pleno de amor por sus semejantes.
Acusan a Luis de ser violento y marrullero. Lo que hay que oír. Si fuese violento o marrullero, le habrían expulsado por lo menos alguna vez en la liga española. Digo yo, eh? Digo yo.
Nah. Lo que hace Luis es poner a prueba continuamente la perspicacia de los colegiados para que estos puedan demostrar su valía y ascender legítimamente en el organigrama arbitral. Se dice que un buen árbitro es aquel que no llama la atención durante el partido, aquel acerca del cual casi no cabe decir nada al término del mismo. Luis saca lo mejor de cada árbitro porque le lleva al límite en su capacidad de demostrar esa discreción un encuentro tras otro.
Lo fácil para los árbitros sería que Luisito fuera expulsado virtualmente siempre. Lo que hace el abnegado atacante uruguayo es dar a todo el colectivo, de continuo, la oportunidad de demostrar que saben resistir la tentación del camino fácil. Es mucho lo que Luisito Suárez hace por el estamento arbitral y muy poco lo que se le agradece.
Tomemos como ejemplo su último acto de generosidad, tan lamentablemente malinterpretado por los de siempre. Juega Uruguay contra Chile y el portero chileno ataja con el guante izquierdo un balón rematado a gol por Luisito, que inmediatamente pide el correspondiente penalti por mano del portero. Sí. Por mano del portero.
Puede parecer el risible acto reflejo de quien está acostumbrado a protestarlo absolutamente todo. Nada más lejos de la realidad. El delantero del FC Barcelona no hace sino ofrecer al juez del choque la gentil ocasión de demostrar a sus superiores que no ha olvidado que el portero, según el reglamento, puede tocarla con la mano dentro del área si lo estima necesario.
Seguro que a usted, estimado lector, le ha pasado alguna vez que, enfrascado en pormenores muy sofisticados de su trabajo, se le ha olvidado alguna norma muy básica concerniente al mismo. Pues bien. Luisito ofreció al colegiado del Chile-Uruguay, desinteresadamente, la oportunidad de dejar claro que a él (al árbitro) no le pasan esas cosas, y que (a pesar de las continuas circulares relativas a matices reglamentarios) no pierde de vista ni por un segundo las reglas fundamentales, por ejemplo que en fútbol el guardameta está autorizado al uso de sus extremidades superiores para entrar en contacto con el balón, siempre y cuando sea dentro de su área.
Cuando Luisito se señala una mano con la otra, pidiendo pena máxima por la parada del arquero rival, sabe muy bien lo que hace. Está diciendo al árbitro, de manera implícita: “Venga, lúcete y no me hagas caso”.
Es innombrable la campaña contra este caballero del deporte. Sus detractores sucumben con demasiada facilidad a la tentación de llamarle gorrino o ridículo payaso solo porque él adopta voluntariamente esa apariencia por pura modestia, sabedor de que la vanidad es uno de los más gordos pecados capitales. Yo le propongo sin dudarlo para el Premio Nobel de la Paz, en el entendido de que la paz no tendrá nada que objetar.
Aunque solo sea por puro acojone.