Diego Armando Maradona se despide. Y, como siempre, la oleada de halagos y bendiciones se sucede cada minuto. Medio planeta postrado a los pies de un futbolista único, de una persona diferente, de un ídolo manchado por lo más sucio que tiene la sociedad. El otro medio recordando los errores cometidos por alguien que ya poco puede hacer por defenderse. Con esas, y con poca experiencia en la vida, uno sabe que ese tipo algo rechoncho y de buen pelo marcó un antes y un después en la historia excediendo los límites del deporte y colándose en lo más intrínseco de las personas.
Reconozco que no me sé de memoria la táctica ni la disposición tradicional de Maradona sobre un terreno de juego. Cosas de la vida… y de la edad. La mano de Dios, las carreras por la banda y ese fútbol de los 80 donde o los jugadores eran muy buenos o había más de uno que no tenía que estar en el césped. Sin embargo, cuando todos los dedos señalan el mismo camino, muy inconsciente se debe de ser para negar la mayor. Maradona era bueno, muy bueno, y cualquier comparación con la actualidad sería entrar en un callejón de salida.
Pese a ello, las dudas sobre por qué se le elevó a lo más alto como persona me son imposibles de contener. Cómo un jugador de fútbol, que vivió y a lo grande en ambientes opuestos al de un profesional, podía llegar a movilizar masas de la manera en la que lo hizo. Su vida privada no fue ejemplar. Podría enseñarse como todo aquello que no se debe hacer. Pero no era suficiente para empañar su figura. Sería cosas de los argentinos, intensos hasta para dar los buenos días. O de los italianos, amantes del fútbol a más no poder. Puede que hasta de la época. Pero, en pleno 2020, en el día de su adiós, con homenajes en las calles y un planeta intentando digerir su fin, esa excusa ya no vale.
Diego Armando Maradona fue más que fútbol. Sin verle jugar, intento entender por qué es una religión. Y creo que lo hago. Maradona era el Dios al que la gente más humilde, de Argentina o de Nápoles, se agarraba para escapar de los horrores de su vida. De zonas pobres al cielo. Su forma de evadirse de la realidad era confiar en el que llevaba el ‘10’ a la espalda. Él, era él y solo él, el que daba algo de luz a una vida donde no relucían ni las monedas. Y si lo hacía pegando cuatro patadas bien dadas a un balón, qué superioridad debe tomarse uno para ponerlo en cuestión.
El éxito de Maradona era la vía de salvación para toda una generación que, por su origen, podía verse condenada al ostracismo social y al sufrimiento vital. Con su compatriota, criado en una zona como Villa Fiorito a base de trabajo y calidad, el futuro podía ser otro. El mismo que abandonaba Barcelona para enfundarse la camiseta de un equipo repudiado por gran parte de Italia y establecido en una ciudad con la pobreza presente en cada esquina.
Si Maradona no era religión, como mínimo sería ideología. El verdadero revolucionario de Argentina y de media América Latina. Escaló de la clase más baja hasta la más alta. Tocó el cielo después de entrenarse en el barro. Mandó un mensaje muy claro: el Dios que todos esperaban había salido de Villa Fiorito. Lo grandioso de Maradona es que, una vez que estaba en el Olimpo del fútbol, por voluntad propia decidió bajar a la Tierra abandonando Barcelona y fichando por el Nápoles para hacer lo que había hecho con su propia carrera: ascender a lo más alto saltando desde el abismo. Su segunda casa, su segundo altar. Desde su liderazgo para ganar las dos primeras ligas del Nápoles a su gol a Inglaterra, más doloroso para el rival e importante para sus compatriotas que cualquier movimiento político. De nuevo, gracias a Diego.
Cuando no había trabajo, había Maradona. Cuando no había comida, había Maradona. Cuando no había nada, siempre había Maradona. Diego no era sustitutivo, pero sí una bonita forma de maquillar una vida difícil. Maradona, al fin y al cabo, fue lo que nunca será Messi ni ningún otro jugador del planeta. Por su vida, por el momento histórico en el que decidió ser él y por colarse en la mente y corazón de los que se veían reflejados en El Pelusa. Maradona era creer pese a las adversidades. Era genio y figura, peleado la mitad del día con el diablo que le perseguía. Pero era él, el Dios de muchos y el referente deportivo de otros.