Conocí a Paco Gento en 2016. Yo había fundado un portal madridista que llevaba su sobrenombre, La Galerna, y él había correspondido al atrevimiento concediéndome una entrevista con la mediación de su hijo, el maravilloso Paco jr. Nos citó en el bar habitual, el de abajo de casa, el de Juan Ramón Jiménez. D. Paco y yo, o sea, Platero y él. También Paco jr. y Hechi.
- Llamándonos La Galerna tenía todo el sentido que nos diera la entrevista, D. Paco- pude haberle dicho yo, pomposamente.
- ¿Y quién te mandaba a ti ponerle mi nombre a nada?- pudo haber respondido él.
Quizá lo pensara, pero no me lo dijo. Se limitó a resistirse un poco a abrir la coraza, hosquedad cántabra y solo aparente de los primeros cinco minutos. Lo que vino después fue un lujo, un placer, una ensoñación, no solo durante el tiempo que duró la entrevista, sino después. Pude tratar algo al héroe, al mito, y contar que es como tratar a un tío mayor al que ves en Navidad y te sonríe socarronamente y sabes que no hace falta que diga nada porque todo está bien aunque no lo diga. O, tal vez, precisamente porque no lo dice. Bendición del silencio que se basta y sobra.
De todas las respuestas que me dio en esa entrevista, hay una que destaca por cuanto habla con elocuencia de su "humildad patológica", en palabras de Jorge Valdano. Ya se ha escrito hasta la extenuación que D. Paco comandó las acometidas por la izquierda del glorioso Madrid dorado de los cincuenta, para después servir de eslabón con otra generación más modesta, íntegramente española, que conquistó la Sexta en Bruselas. La pregunta era obligada: ¿hasta qué punto los jóvenes protagonistas de esa Sexta se sirvieron de su ejemplo y testimonio para coronar con éxito la competición que usted había pentaganado años antes? La respuesta fue quintaesencialmente D. Paco: "Nah, ahí todo el mundo ya sabía lo que había que hacer".
Como, por desgracia, el cántabro más veloz de la historia ya no puede endilgarnos su granítica modestia, ha llegado el momento de contradecirle. De eso nada, D. Paco. Sin su liderazgo ejemplar y callado ("No hablaba mucho, nos enseñaba sin querer", decía conmovedoramente su sobrino Julio), esa Sexta Copa de Europa, la yeyé, no habría tenido lugar, como tampoco habrían acontecido las otras y primigenias cinco, ni las doce Ligas, ni todo lo demás.
Aquí (y con aquí me refiero al Madrid y a su subconjunto la vida) no siempre todos saben lo que hay que hacer, D. Paco, y por eso nos quedamos huérfanos en La Galerna mucho más que nominalmente. Por eso el Madrid se queda huérfano mucho más que honoríficamente. El Madrid se despide del penúltimo bendito remanente de su esencia. "Como él no habrá otro", sentenciaba Pepe Santamaría, otro de los poquísimos que ya quedan de cuantos forjaron la concreción del sueño de D. Santiago.
El nuevo Bernabéu ya insinúa su funcional y lucrativa majestuosidad en el skyline de la capital. En sus entrañas late para siempre el ejemplo indesmayable de uno de los arquitectos de su alma. Escribo esto en los minutos que preceden a la partida de los restos de D. Paco de la capilla ardiente instalada en su estadio. El espíritu, en cambio, queda impregnando cada vomitorio en la grada, cada brizna de césped, sin posibilidad alguna de revocación.