Los jugadores de aquel equipo improbable se referían a él como a un padre, incluidos los dos que habían levantado ya la Copa del Mundo y mantenían la ficción de vivir en la Copacabana del norte de España. Para mí siempre fue un abuelo, el abuelo Arsenio. Siendo niño, no podía evitar mirar con ternura a ese hombre que se explicaba de aquella forma en televisión. Y, encima, -perdón por la condescendencia madrileña- con ese gallego de aldea tan entrañable. Es cierto que en aquella época primaba lo campechano por encima de la sofisticación. Pero se mostraba casi cabreado porque el resto parecía no entender lo obvio, que el fútbol no es tan difícil, que unas veces se gana y, en nuestro caso, la mayoría se pierde. Lo que no sabíamos entonces es que esa derrota sin consuelo nos iba a servir para tanto.
Durante la pandemia me llegué a obsesionar con que cualquier mañana me despertaría con que nos había dejado, lo último que quería escuchar. Fíjate qué tontería, sin abuelos biológicos por los que preocuparme ya, pensaba en un señor nonagenario y enfermo que había desaparecido del mapa hacía tiempo. Me imaginaba el dolor, que el día que ocurriera la infancia se alejaría de golpe como si se rompiera el último de los hilos que la sostenían. Leo una carta de su familia en la que dice que lloramos tanto su muerte porque con él se marcha un pedazo de nuestras vidas. Cuánta razón. La época en la que éramos felices o ahora pensamos que lo fuimos.
Se ha escrito ya tanto sobre su persona y ese carácter gallego que no voy a seguir por ahí. Primero porque no lo conocí en mi vida y, segundo, porque a Galicia solo fui unas cuantas veces de vacaciones. Mis recuerdos son solo los de un niño que veía a ese hombre y quería estar en sus brazos. Sufrí por mí y por él con el penalti "cuando ya no quedaba tiempo para respirar" y, sobre todo, me alegré al ver cómo al recoger aquella Copa los jugadores lo abrazaban de forma tan sincera como lo quería hacer yo. Estoy seguro de que también cambió sus vidas. Hace poco volví a ver esas imágenes y pensé de nuevo que no he encontrado a un personaje más auténtico en este tinglado. Un hombre bueno en un nido de buitres.
Aquel fue su éxito más rotundo. La confirmación de que, al final, los éxitos llegan, sólo hay que saber esperar, sobreponerse y seguir insistiendo. Sin el primer fracaso no hubiera sabido tan bien esa victoria menor. Y, sobre todo, no hubiéramos disfrutado igual todo lo que llegó después. Las proezas de los pequeños despiertan simpatías, Pamplona como ejemplo más reciente, pero seguramente ni yo ni muchos seríamos del Dépor sin aquella épica, sin la figura reverencial de aquel equipo. Que me disculpen el resto de aficionados modestos, pero todavía nadie en España ha igualado la epopeya del Deportivo.
Arsenio, curiosamente, se bajó del carro justo después de ganar la Copa. Él, a quien la grada había cuestionado antes de convertirlo en mito, prefirió dejar su sitio una vez abierta la vía del triunfo. Es historia el día que le preguntaron cómo no era capaz de ganar con el Madrid y respondió que en Coruña tenía a dos campeones del mundo.
Siempre creyó que lo que había hecho no era para tanto, que el mérito era de otros o que los tipos humildes como él solo tenían derecho a una gloria relativa. Muchos pensaron que también había algo de vértigo al éxito. Pero él era más sabio que el resto, hizo lo que tenía que hacer y se convirtió en leyenda. Me alegra pensar que recibió el cariño de amigos y enemigos cuando todavía estaba lúcido, qué mayor victoria que esa para alguien que decía desconfiar de los ganadores natos.
A mí el fútbol ya ni me gusta. Me harté de tantos impresentables, de tanto negocio y de tanta mierda. Y, por qué no reconocerlo, de cómo le va a nuestro equipo y lo mal que lo gestionan. Sigo al Dépor, que, total, al fútbol no juega, por inercia y melancolía. Porque nos lo inculcó Arsenio y ahora no sé siquiera si agradecérselo. Mi pareja no lo entiende, me pregunta a menudo por qué no lo dejo. Pues mira, porque existió un tipo como él, moldeó la infancia de muchos como yo y todavía después de muerto influye en la de tantos otros niños que acuden a Riazor con la camiseta puesta sólo porque sus padres les cuentan que hubo una época que no se pueden imaginar con la remota esperanza de que se repita. No estamos dispuestos a desprendernos de ese recuerdo por mucho se difumine. Y si ocurrió una vez, por qué no puede volver a pasar… La ilusión de un niño siempre es ingenua. Arsenio también era el abuelo de esos aficionados.