“¿Por qué nunca ganamos una Liga? ¿Por qué ni siquiera la peleamos?”, se lamentaba el madridismo en los bares y las redes sociales, prácticamente al unísono, hace pocos días. Hoy se sigue lamentando por lo mismo pese a que el miércoles se cepilló, a expensas de lo que ocurra en la vuelta, al equipo con más estrellas por metro cuadrado de vestuario en la élite europea. Resulta además que ese madridismo que no hace más que lamentarse por no pelear ni por tanto ganar ligas ha ganado (y por tanto peleado, suponemos) la última edición de la misma. El ansia ganadora de esta afición tiene efectos devastadores y, lo que es más llamativo, retroactivos. Es como si la liga pasada, y si se nos apura la Champions, no se hubieran ganado. El equipo con más historia -por abrumadora diferencia- del fútbol mundial, el equipo que atesora copas de Europa de hace tiempo, pero también de anteayer y de ayer mismo, tiene una afición a la cual la historia no le puede importar menos. Su Madrid vale tanto como su último partido o, lo que es aún más agónico: tanto como el próximo.
Hasta tal punto le importa un carajo la deslumbrante historia del Madrid a la afición del Madrid que muchos (muchos madridistas, queremos decir) ya lo daban por muerto ante el PSG. Hay que esforzarse mucho para no acusar recibo de la cantidad de veces que el Madrid ha sido dado por muerto y reaparecido de nuevo con total naturalidad, como nuestros seres queridos en los sueños. Charlas con él tranquilamente y de repente te encuentras preguntándote: “¿Pero este no estaba…?”
Sí. Estaba muerto, como tantas otras veces. Se diría que el madridista es el único animal incapaz de anticipar la inmortalidad del Real Madrid. Los antimadridistas cuentan con ella, y se encomiendan a sus ídolos paganos con tan escasa fe como la que el amante del Madrid le tiene al propio Madrid. Los antimadridistas practican un vudú chapucero y descreído para ver si el Madrid tiene a bien, esta vez, abstenerse de resucitar. Alguno lo deja todo en manos de la advocación mariana correspondiente a su distrito postal en Sevilla sin darse cuenta de que los estamentos posteriores bloquearán cualquier posibilidad de mediación. Dios es del Madrid, aunque sea también un poco pipero y a veces deje ganar a otros por pura corrección política o porque existen el libre albedrío y Messi y Sánchez Arminio. Pero ni siquiera Él se resiste a la alquimia europea de la resurrección madridista, de igual modo que sus homólogos los dioses griegos estaban, del primero al último, sometidos a los designios veleidosos del Hado. Mi sobrino cura me perdonará este atrevimiento. No hay falta de respeto, sino pura constatación de omnipotentes debilidades, en consignar que ni el mismo Dios puede mantenerse ajeno al encanto del Madrid en la Champions.
Luego ya si queréis hablamos de fútbol, pero el Madrid no es fútbol, no nos engañemos. El fútbol es solo un subconjunto de cosas dentro del más amplio y totalizador sistema de asuntos que el Madrid es y representa. Yo ya dije ayer, en esta misma tribuna, que hay una ilógica en la lógica europea del Madrid que lo pone todo cabeza abajo y que solo tiene una relación tangencial con el balompié. Hablaremos de la providencial entrada en el campo de Asensio, de Lucas y de Bale porque la teología no sostiene por sí sola tres horas de Chiringuito (reclamarían los patrocinadores), como hablaremos de las tonterías de Emery en rueda de prensa porque nos parece haber oído en alguna parte que el haber sufrido un Aytekin te convalida hasta tercero de llantos sin necesidad de volver a pasar por la universidad. También hablaremos de Cristiano que para eso estaba muerto, otra vez, como el Madrid. O de Marcelo, a quien solo resta amar y hacer lo que queramos, como recomendaba San Agustín.
Falta la vuelta, y solo un nuevo ataque de piperismo del Supremo Hacedor puede hacer que al Madrid le sea esquiva. Mientras llega, el antimadridismo hincará rodillas al suelo y rezará como lo hacía aquel personaje de Graham Greene.
“Sí, Real Madrid. Creo en ti. Pero déjame en paz”.