La sucesión de finales de Champions jugadas por el Real Madrid en los últimos cinco años (sólo interrumpida en 2015) ha traído consigo en el antimadridismo una corriente de dolor que define una curva creciente convexa, es decir, de aumento más que proporcional con el transcurso del tiempo. Así, el acceso por parte del Madrid a la Final de la Duodécima registró un incremento de dolor mayor que la diferencia de padecimiento registrada entre el acceso a la Décima y el acceso a la Undécima, pero inferior al aumento de dolor constatado desde el martes noche. Es una curva cuya segunda derivada es positiva. No sólo crece, sino que crece aceleradamente.
La Decimotercera, sí, puede doler más que la Duodécima pero menos que la Decimocuarta, en línea con esta subida exponencial del viacrucis. Esta vez, además, la realidad ha dado carnaza al relato con una pifia histórica de un portero alemán que abona la tesis de la flor, sin que por supuesto quepa prestar atención a los afortunadísimos rebotes que dan pie a ambos goles del Bayern, y el error arbitral consistente en pasar por alto una mano en el área de Marcelo resucita a Guruceta para alivio de Obrevo y Aytekin, temerosos de que les caiga encima el foco que en realidad nunca les apuntó lo suficiente.
Pero hay otro relato, más subterráneo y mítico, que entronca con la verdadera naturaleza del Madrid. El Madrid y sus héroes improbables. Es Anelka (¡Anelka!) rematando de cabeza un centro de Savio Bortolini con la derecha (¡con la derecha!). Es McManaman (¡McManaman!) descerrajando la tijera más heterodoxa del mundo para batir a Cañizares. Son Reyes y Diarra (¡Reyes y Diarra!) remontando al Mallorca para ganar una Liga improbable asimismo y a continuación ser traspasados y engrosar el paro, respectivamente.
Los héroes improbables del martes, para siempre ya, son un delantero desahuciado por los medios y por parte de la afición, junto a un portero cuyo error grosero, en la eliminatoria anterior, casi echa por tierra las esperanzas de su equipo. El Madrid tiene este pacto con lo inesperado, esta alquimia que sólo funciona en términos de imprevisibilidad.
Karim coronó con un certero cabezazo una jugada con 28 pases que no pararían de loar los medios si en el banquillo hubiera habido otro calvo, y después aprovechó el garrafal error del guardameta rival con presteza. Como reza el tópico, hay que estar allí. Pudieron hacerle un penalti y se zafó ejemplarmente recibiendo de espaldas, incansable, vivaz, amenazante. Estuvo colosal.
Y qué decir de Keylor. Pesa sobre él una sentencia según la cual el Madrid tiene que tener a los mejores en cada puesto. Suponiendo que él no fuera uno de los mejores, lo que sería muchísimo suponer, sólo cabría concluir entonces que el Madrid necesita tener a los mejores y a Keylor. La final de Kiev es más suya que de ningún otro jugador, y ello para rubor de quienes desde hace años le atacan con el argumento más o menos solapado de que un costarricense no puede ser el portero del Real Madrid. Yo dije cuando llegó que sería un mito y se rieron de mí. No suelo sacar pecho, pero siempre estaré dispuesto a hacerlo contra quienes rozan la xenofobia.
Luego están, claro, los héroes probables, pero es que Modric y Sergio son ya expertos en hacer al Madrid ganar "de oficio", como brillantemente ha sintetizado un frustrado abogado culé. El Madrid, en definitiva, está en Kiev, y la curva del dolor no da la menor señal de decrecimiento o concavidad.