Hubo un Periscope, unos pitos y muchas dudas. Hubo un Kevin Roldán, un antimadridista en rueda de prensa y un supuesto antiespañol. Hubo todo eso y, sin embargo, Piqué siempre estuvo ahí. Jamás se le pasó por la cabeza abandonar o dejar la selección. Él acudió siempre a la llamada, ganó un Mundial y una Eurocopa, cantó el “yo soy español” y se emborrachó -como todos- en las dos rúas por Madrid. Se comprometió con Del Bosque, hizo las paces con Ramos y viajó a Francia como uno más, con su hijo Milan. Y, por si alguien tenía dudas, dio la victoria a España ante la República Checa (1-0). Vio venir el centro de Iniesta, cabeceó y enfiló hacia el fondo de la banda de Toulouse para dedicárselo a su hijo, que compareció con la camiseta de la Roja y jugó con él tras el partido sobre el césped del estadio de Toulouse.
Piqué, en su última gran aparición, dejó los pitos en el baúl de los recuerdos. En los bares de Cádiz, en las tascas de Madrid y en las terrazas de Barcelona se aplaudió su gol. Por primera vez en mucho tiempo, aunque parezca contradictorio, el defensa puso a todos de acuerdo. Motivó abrazos, gestos de cariño y aplausos. Entre madridistas, atléticos, barcelonistas o seguidores del Marchamalo. Da un poco igual. Gerard, el empresario de videojuegos y el hipster que cae bien (o mal) dependiendo del día, se hizo grande, formó junto a Sergio Ramos en defensa e hizo un partido de bandera.
A él, bendito diablo, se le puede dar ‘caña’ desde donde se quiera: Twitter, Facebook o el mismísimo Bernabéu. Al fin y al cabo, su actitud quizás no sea ejemplar. Puede, incluso, que sea atípica para lo que es el fútbol actual, un sucedáneo de buenas maneras donde lo políticamente correcto es lo oficialmente perseguido por los gabinetes de comunicación. Sin embargo, él no es de esos. No busca buenas palabras para contentar a todos. Gerard, natural de Barcelona, es catalán y, ahora, también héroe español. Y todo lo lleva con profesionalidad, haciéndolo compatible y enorgulleciéndose de su carácter. Piqué -se esté de acuerdo o no- es un Mourinho, un Guti o un Joan Gaspart. Y está bien que así sea. ¡Qué aburrido es lo otro!
Gerard, discípulo de Puyol y pupilo de Guardiola, podría haber aceptado sus reglas. Y quizás así la querencia de todos hacia él habría sido más intensa. Pero no. Él, que aprendió junto a Ferguson y maduró con Pep, ha conseguido desde la defensa -posición del anonimato- engrandecer tanto su leyenda futbolística como personal. Los dos ámbitos de su vida, compatibles por igual, lo han hecho popular e indiscutible en sus equipos: el Barcelona y la selección. Y, en ambos, es además un líder. El tipo que comienza la jugada, que se incorpora al ataque y que se erige en protagonista con el torrente de su carácter y su capacidad para llegar arriba.
Ahora, en la selección, aplaudido gracias a un cabezazo. Apenas un gol, un fogonazo en la oscuridad de una tarde con color a empate. En un partido, por cierto, que, en caso de haber entregado tan solo un punto a España, habría propiciado las dudas. Pero no. Esta vez no se repitió el descalabro del Mundial. Entró el balón, se gritó bien alta la victoria y se abrió la veda en una jornada que promete con reavivar a la campeona. De nuevo, con Piqué en la alineación titular, como en el Mundial de Sudáfrica y la Eurocopa de 2012. Como ahora, con un jugador que pregona sus virtudes y sus defectos, pero que rinde. Y que también canta, aunque sea con su ‘colega’ Sergio Ramos y Niña Pastori. ¿Alguien da más?