Buenos Aires amaneció pintada del albiceleste. Respiraba fútbol la capital argentina antes de que su selección se jugará la vida contra Nigeria en un todo o nada por mucho que fuese un partido de la fase de grupos. Argentina ya sabe lo que es ganar unos dieciseisavos en un Mundial y sabe lo que hay que sufrir para celebrarlo como Dios manda, como manda el Diego, porque si sobre el césped hubo tensión y nervios, en el palco del 10 de todos los tiempos hubo éxtasis, sueños y, como ya dijo una vez, "que la sigan chupando", aunque esta vez fue en forma de peineta.
Si antes del encuentro, Diego Armando bailada al son que le marcaba una aficionada nigeriana mientras el resto de los aficionados le idolatraban como solo se puede idolatrar al rey del fútbol, sus gestos, sus aspavientos, sus movimiento y sus resoplidos fueron tan repetidos por la señal de televisión como cada vez que Leo Messi tocó el balón. Aunque Messi tocó menos el balón de lo que Maradona protagonizó la señal.
Suyo fue el protagonismo del control con el muslo de Messi. Y fue suyo porque él se lo agradeció a su igual, porque él se dirigió a Dios para darle las gracias. De igual a igual, con los brazos cruzados sobre el pecho en una plegaria a sí mismo que encontró respuesta en ese derechazo del astro argentino. Era el momento del éxtasis, como Santa Teresa, mirando al cielo, con el rayo de gloria divina partiéndole el pecho directo desde las botas de Messi.
Gloria absoluta con sólo 14 minutos de partido, anticipo de una fiesta de cumbia y fútbol que se quedó en casi. Gloria que Nigeria, que también tiene sus dioses, quiso pelear hasta el final, porque "el esfuerzo no se negocia" ni en la iglesia Maradoniana ni en la del Cholo, pero tampoco en las religiones africanas.
Un partido adormecido, sin tanto brío como al inicio y un equipo, el nigeriano, remando contracorriente. Percutiendo sin tino hasta que Mascherano, el Jefecito, el que se fue a la liga china porque en Can Barça no encontraba hueco por mucho que el ala protectora de Messi tratase de retenerlo. Él, el líder del equipo al que todos miran cuando no encuentran respuestas en la mirada de Sampaoli fue quien erró. Fue él quien cometió el penalti que nunca le pitaron en la Liga y fue él quien despertó de su letargo al Diego.
Porque Maradona, como aquellos caprichosos dioses griegos que ni se dignaban a mirar a los humanos inferiores, había cerrado los ojos, apoyado los pies sobre la baranda con el sueño acechándole.
Fue el segundo paso de su Vía Crucis particular. El segundo escalón en una escalera hacia el cielo que Marcos Rojo subió de un derechazo desde dentro del área pequeña. Un gol que no solo mete a Argentina en los octavos de final -seguramente Francia estará rezando ya todo lo que sabe- sino que llevó a 'Diegol' a un punto que sólo encuentra parangón con aquel "que la sigan chupando", aquella frase que salió de su misma boca cuando era seleccionador, cuando Dios se acercó a los hombres... para hacerle no una sino dos peinetas a sus rivales y acabar por los suelos, borracho, en la zona vip.
"Que la sigan chupando", diría para sí, que Marcos Rojo, el hombre del gol, ya dejó el mensaje para los mortales: "La Copa para Argentina empieza ahora". Avisados estamos.