De vez en cuando un suceso excepcional o desgraciado remueve las conciencias del mundo fútbol, que termina recriminándose a sí mismo los principios que promueve. Por fortuna en esta ocasión, el caso solo se ha viralizado por la identidad de los protagonistas y por las declaraciones del presidente más dicharachero. Pero una vez más la imagen de este deporte ha quedado en entredicho por el comportamiento del público, de los clubs, de los jugadores y por si faltaba poco para que pariera la abuela, de Javier Tebas.
Empezando por este último, resulta que al mandamás de la liga no se le ocurre otra cosa que acusar de falta de deportividad a los futbolistas del Barcelona cuando son agredidos. Tebas ha tenido multitud de ocasiones para hacerlo (a ellos y a los de cualquier club) y se ha callado. Es más, como todos los dirigentes del fútbol, se escandalizan cuando ocurre algo fuera de lo que consideran normal, pero no hacen nada por remediarlo. No se percatan -más bien tiendo a pensar que no quieren percatarse- de que el escándalo se gesta en lo que vemos todos los días.
Porque el fútbol es un deporte en el que la falta de respeto por las normas y los jueces es tan habitual que, aun siendo evidente, es admitida como costumbre. Las imágenes de una avalancha de jugadores sobre un árbitro que retrocede para no ser arrollado son tan habituales como los insultos, con más frecuencia contra los sufridos jueces de línea, y que hoy se pueden leer con claridad en los labios gracias a las cámaras de televisión. Lo que en cualquier otro deporte supondría la expulsión automática y una suspensión de aquí te espero, se diluye en la neblina de la tradición.
Tal es así que, en los últimos tiempos, los clubs se atreven a salir en defensa de sus jugadores consentidos, incluso aunque lo correcto hubiera sido recriminarlos y sancionarlos internamente. Es lo que tiene el sistema actual: ha mal acostumbrado a las estrellas y estrellitas de tal forma que, ahora, los clubs sufren una tiranía que los protagonistas del balón ejercen sin piedad.
Claro que el pecado de los clubs no se limita al consentimiento de lo inaceptable. No les importa sembrar en las hinchadas el odio acérrimo contra los rivales que consideren, no tan solo a los eternos o a los vecinos, o contra determinados jugadores. Un pequeño menoscabo puede elevarse a la categoría de ultraje si lo que interesa es ocultar una mala gestión o caldear el ambiente para un partido concreto. Y así, las gradas se van convirtiendo en ollas a presión, que habitualmente contienen su fuerza, pero que de tarde en tarde estallan.
De tanto dejar manga ancha, el asunto se les empieza a ir de las manos a los responsables de las competiciones que se encuentran con declaraciones conspiranoicas e irrespetuosas -como las de Bartomeu-. y a los clubs, que consienten que algunos jugadores se comporten, en ocasiones, como macarras y deslenguados. Y los jugadores (no todos, que hay muchos que son ejemplares) estiran el chicle hasta donde les dejan.
Son tantos años de contaminación que la tarea no será fácil, pero en algún momento habrá que poner manos a la obra y que los dirigentes actúen de acuerdo a la responsabilidad que tienen. Urge una reforma en un doble sentido: una en el reglamento de juego y otra en las normas que deberían respetar quienes están fuera. Todo ello contando con el apoyo de los medios, que deberían dejar de echar leña al fuego con el propósito de mantener viva la llama del fanatismo a cualquier precio.
La reforma del reglamento debería incluir de una vez por todas un sistema de arbitraje adecuado a los tiempos y no propio de principios del siglo pasado. Consentir el continuo desprecio a la autoridad tiene tan poco sentido como mantener fuera de juego las repeticiones televisivas. Un sistema más justo y bien explicado -incluso sobre el terreno de juego- alejaría muchas tensiones. Al igual que sancionar los malos comportamientos como se merecen una vez terminado el partido.
Cualquiera de los argumentos que se puedan oponer, caen por su propio peso a la vista de que en otros deportes estas medidas funcionan de maravilla. Apenas hay incidentes, sus practicantes son respetados y los padres pueden ver los partidos con sus hijos sin necesidad de taparles los ojos o los oídos.
Y, por supuesto, el obligado cambio de conducta también pasaría por los directivos, que, en ocasiones, tienen un comportamiento que debería sonrojarlos por ser tan contrario a lo que supuestamente defienden y representan. No me parece que el asunto sea tan complicado, aunque los efectos no serán inmediatos. Al menos, nadie podrá achacarles que no busquen un fútbol más limpio y más justo. Que ya va siendo hora.