La revista Forbes sitúa a Donald Trump en el puesto 324 de su lista de millonarios y estima su fortuna en 4.500 millones de dólares -algo más de 4.000 millones de euros-. Lo que obvia la prestigiosa publicación, al igual que la inmensa mayoría de analistas del candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos, es que cerca del 15% del patrimonio del magnate neoyorquino procede de sus negocios en el golf. Un mundo que, por otra parte, le ha dado la espalda desde que anunció su inmersión total en política.
Trump Golf -que así se llama la rama empresarial familiar que une al candidato y a su hijo Eric- posee 17 campos a lo largo y ancho del mundo: 12 en suelo estadounidense, dos en Escocia, dos en Dubai y otro más en Irlanda. De las dunas protegidas de Aberdeen, en Escocia, al diseño exclusivo y con la firma 'signature' de Jack Nicklaus en Ferry Point con sus espectaculares vistas al East River, pasando por el mítico Ailsa Course de Turnberry, también en Escocia, sede en cuatro ocasiones del British Open -uno de los cuatro torneos del Grand Slam de golf- hasta llegar al exclusivo recorrido ideado por Tiger Woods en Dubai.
Un imperio que, según un estudio realizado por la agencia Reuters, estaría valorado entre 550 y 675 millones de dólares. Cantidades muy, muy inferiores al valor de mercado que el propio Trump asigna a sus propiedades y que implican una caída significativa de su patrimonio pese a su estrategia de comprar barato en un momento de considerable descenso del valor del golf como producto, como negocio. Sirva de ejemplo la decisión de Nike de abandonar la fabricación de palos para centrarse únicamente en la ropa técnica de golf y enderezar las cuentas de una rama de la multinacional que hasta 2014 le reportaba un 5% de sus beneficios.
Sin embargo, Trump Golf no está tan lastrada por la situación del deporte en sí, sino por el propio afán de Donald Trump de revestir cada piedra de sus campos de lujo. Así ha sucedido en Turnberry, donde la reforma de la casa club y del campo propiamente dicho -reabrió sus puertas el pasado mes de junio- ronda los 260 millones de euros, además de los 44 millones de euros que invirtió en la compra del campo en 2014. Pero es que las cuentas anuales de Turnberry -sede del histórico Duelo al Sol entre Tom Watson y Jack Nicklaus en 1974 o del primer grande que conquistaba Greg Norman- arrojan pérdidas de 4 y 9,5 millones de euros en los ejercicios de 2013 y 2014.
Más allá incluso: en Aberdeen consiguó reducir sus perdidas operativas hasta únicamente un millón de euros en 2014 y con la facturación subiendo hasta un 7% para situarse en casi 3,5 millones de euros de ingresos. Aunque, claro, peccata minuta considerando el gasto ingente al otro lado del Atlántico, donde Trump Golf invirtió más de 200 millones de euros en la reforma de Doral. Un campo histórico del circuito estadounidense con su archiconocido Blue Monster que, tras ser adquirido por el magnate republicano, ha dejado de formar parte del circuito estadounidense de la PGA para convertirse en el primer dolor de cabeza de Donald Trump.
El torneo que desafió a Trump
Durante 55 años, Doral fue sede de uno de los cuatro torneos anuales de la Copa del Mundo, patrocinado durante los últimos años por la marca de coches Cadillac. Y ha sido precisamente cuando la automovilística ha terminado su patrocinio, cuando la PGA ha aprovechado su oportunidad para romper con Trump. No con Doral, con Trump.
"Desde el punto de vista deportivo no tenemos problemas con Donald Trump. Desde el punto de vista político, somos neutrales", comentó Tim Finchem, el mandamás del golf yanqui, el día que anunció la marcha del torneo a México DF. "En realidad no es un problema político. Donald Trump es una marca -una gran marca- y cuando buscas un patrocinador que invierta millones de dólares en un torneo y ellos tienen que compartir la cabecera con el anfitrión... Entonces la conversación se vuelve difícil. Nuestra dificultad se centra más en eso y menos en la política". Declaración que, por cierto, Trump aprovechó para hacer campaña.
El candidato, ya famoso por su intención de levantar un muro en la frontera con México y que además fuese el gobierno de Peña Nieto quien corriese con la cuenta, primero bromeó ("Espero que tengan un seguro de secuestro") y después volvió al "Make America great again": "Como Nabisco, Carrier y tantas otras empresas estadounidenses, la PGA ha puesto las ganancias por encima de miles de empleos en Estados Unidos, millones de dólares en ingresos para las comunidades locales, las organizaciones benéficas y el disfrute de cientos de miles de aficionados que hacen que el torneo sea una tradición anual. Esta decisión representa las razones por las que me postulo para presidente".
Un discurso que si bien puede granjearle apoyos en las urnas no lo ha hecho en los campos de golf. Ni en lo que se refiere a los negocios ni a sus propios trabajadores ni tampoco en lo tocante a los jugadores que ocasionalmente visitan sus instalaciones en cualquier lugar del mundo.
El caso de Jupiter
Si la compra de Doral se produjo a comienzos de 2012 por 150 millones de dólares, en noviembre del mismo año se anunció la compra del Ritz-Carlton Golf Club & Spa, en la localidad de Jupiter, por la pírrica cantidad de 5 millones de dólares. Una adquisición 'tramposa', pues la propiedad -no sólo incluía el campo de golf sino también la zona residencial de la exclusiva zona de West Palm Beach en Florida- venía acompañada de la obligación de reembolsar otros 41 millones de dólares a los socios del club.
El cambio de propietario llegó acompañado de un cambio en la normativa para socios. Una primera batalla que terminó en los tribunales no sólo con la exigencia de recuperar la inversión inicial de una parte de los socios -los derechos de juego en sus diferentes modalidades se pagaron entre los 35.000 y los 210.000 dólares- sino con una segunda demanda. ¿Por qué? Todos aquellos socios que reclamaban la devolución de sus aportaciones fueron automáticamente expulsados del club y se les prohibió la entrada al mismo cuando legalmente aún eran socios del mismo.
En un intento de apaciguar los ánimos, Trump convocó a todos ellos a una reunión en el ayuntamiento de la localidad y les dio tres alternativas: 1) Renunciar a sus aportaciones iniciales y mantenerse como socios del club con una reducción del 10% en las cuotas de los siguientes tres años y libre acceso a otros campos de Trump Golf; 2) Seguir adelante por la vía judicial para recuperar su dinero y pagar un aumento del 20% en sus cuotas; y 3) Seguir la vía judicial y ser expulsado del club, además de que quien eligiera esta tercera vía tendría que añadir a la factura 1.800 dólares anuales por los gastos que le suponía al club.
Una estrategia de negociación que también intentó en Escocia, concretamente en su campo de Aberdeen, para expulsar a unos vecinos de la zona por su cercanía con el impresionante McLeod House, una mansión histórica reconvertida en ultralujoso hotel de cinco estrellas. O para pelear con los gobiernos inglés y escocés contra la construcción de un complejo eólico en el Mar del Norte que afearía las vistas desde las dunas de su campo.
Empleadas tetonas
Tampoco ha conseguido Trump pacificar su propia casa. No tanto por la querella de un antiguo trabajador de su campo en Nueva Jersey, que argumentó el trato vejatorio que recibió en todo momento por su condición de homosexual. También porque, como hiciera con la antigua Miss Mundo y en sus reiterados comentarios misóginos, las trabajadoras de varias de las instalaciones deportivas han denunciado a Trump por trato discriminatorio.
En una de las demandas, publicada por el diario Los Angeles Times, se argumenta el modus operandi de la empresa despidiendo a las trabajadoras "menos atractivas", aunque el epicentro del caso se basa en la declaración de una de estas trabajadoras, camareras casi todas ellas para ser concretos. Declaró haber escuchado a Donald Trump ordenar a uno de los responsables de la restauración del club que sustituyera a las chicas que no fueran "suficientemente guapas" por "mujeres más atractivas".
Nadie, eso sí, ha podido demostrar si los rumores que circulan sobre la talla de sujetador mínima que se exigiría a las camareras es real o una leyenda urbana. Lo que sí es cierto es que la USGA -la federación estadounidense de golf- se está planteando suspender el US Open femenino -uno de los torneos del Grand Slam profesional-, que precisamente se iba a disputar en el Trump National de Nueva Jersey, y llevarlo a cualquier otro campo por la misoginia del candidato republicano.
Boicot de jugadores aficionados
Muchos son los estadounidenses, demócratas mayormente claro, que han decidido dejar de utilizar las instalaciones de Trump Golf, un pequeño boicot a sus ínfulas presidenciales en la medida de sus posibilidades, aunque se calcula que Donald Trump ya habría invertido más de 1.100 millones de dólares en un negocio golfístico y que, como ya se dijo, hoy apenas está valorado entre 550 y 675 millones de dólares.
Unas cifras que ni mucho menos preocupan al magnate -"Los campos lo están haciendo bien. Cada uno de ellos genera muchísimo dinero. De hecho, no son inversiones, sino proyectos en desarrollo"-. Hándicap 3.0 -Barack Obama aún camina por hándicap 13-, según los datos públicos que pueden comprobarse en la web de la USGA (para ser profesional hay que tener un hándicap de 1.4 o inferior en una escala que desciende desde 36), sus últimas 20 rondas incluyen una tarjeta de 70 golpes en agosto de 2013 y también un 86 en octubre de 2014, aunque en 2015 tan sólo firmó dos tarjetas en torneos. Resultados que, a tenor de Rick Reilly, periodista estadounidense de Sports Illustrated que jugó varios torneos con el candidato y escribió el libro "Quién es tu caddie", estarían bajo sospecha: "Cuando se trata de hacer trampas, en una escala de 1 a 10, Trump es un 11".