Uno de los casos más sombríos de las actuaciones de la Policía Militar de Río de Janeiro, flamante ciudad olímpica, volvió a las portadas de la prensa brasileña hace unas semanas por la condena de los torturadores y ejecutores de Amarildo de Souza, albañil vecino de Rocinha (junto a la playa de Leblon, y camino de Barra da Tijuca, corazón de Río´2016). La Policía Militar le confundió con un traficante y quiso obtener algo de información.
La última vez que se le vio con vida, aquel 13 de julio de 2013, estaba entrando detenido en las dependencias de la Unidad de Policía Pacificadora. De los más de veinte policías militares investigados en el Caso Amarildo, doce han sido condenados en firme por la Justicia del Estado de Río de Janeiro. Entre ellos, el que por aquel entonces era el Comandante de la Unidad de Policía Pacificadora de Rocinha, el mayor Edson Santos (13 años de prisión), y el subcomandante, el teniente Luiz Felipe de Medeiros (10 años de prisión).
La tensión, en aumento, ha rozado el límite en los últimos dos años. A final de 2015 llegó el suceso que se ha convertido en bandera de la nueva ola de quejas y protestas contra la actuación policial. Cinco jóvenes regresaban a su casa el sábado 28 de noviembre después de pasear por el Parque de Madureira, lugar elegido para que reluzcan los míticos anillos olímpicos llegados de Londres. Cincuenta agujeros de bala en su coche son el recuerdo y la firma de la Policía Militar de Río. Tenían entre 16 y 25 años.
El comandante del Batallón Nº 41, el teniente-coronel Marcos Netto, fue destituido de inmediato “debido a los lamentables sucesos en los que se han visto envueltos policías bajo su mando”, decía la nota de prensa policial. Cuatro agentes fueron detenidos en el acto tras prestar declaración al delegado de la comisaría nº 39 de la Policía Civil. La investigación ya ha echado a andar.
Guerra no declarada
El devenir de los acontecimientos durante los útimos meses quita el sueño al Gobierno delEstado de Río de Janeiro, sobre todo a la Secretaría de Asistencia Social y Derechos Humanos. La ciudad mantiene intacto el perfume de pólvora; y Brasil es campeón del mundo en homicidios cada año. Una guerra no declarada, moldeada a base de arrebatos y venganzas. Un baño de sangre que no para.
La Policia Militar –ramificación del ejército– y la Policía Civil –orientada a investigaciones de infracciones penales– están comandadas por los gobiernos de cada estado. La Policía Militar de Río es la más temida. Y con razón. Según el Instituto de Seguridad Pública del Gobierno estatal, un 15% de los 1.600 homicidios al año (240) en la ciudad son resultado de sus intervenciones. La mayoría de ellos quedan impunes. Un inmenso porcentaje de las víctimas son negras. Todas son pobres.
En abril de 2015, una bala de la Policía Militar impactó en la cabeza de Eduardo de Jesús, un niño de 10 años que estaba sentado a la puerta de su casa en el Complexo do Alemão, no muy lejos del Estadio Olímpico, quitándole la vida. Eso confirma el informe en el cual se ha basado la comisión de investigación de la Policía Civil. Dicho documento también confirma que era a plena luz del día y la distancia entre el arma y el niño era de 5 metros, pero la policía no lo vio.
En palabras de Rivaldo Barbosa, jefe de homicidios de la Policía Civil, que investigó el caso, la Policía Militar actuó “respondiendo a una injusta agresión, y lamentablemente alcanzaron al niño; hemos llegado a la conclusión de que intervinieron en legítima defensa y fallaron en la ejecución”. A pesar de este dictamen de la comisión de investigación, la Justicia de Río finalmente aceptó la denuncia del Ministerio Público contra el policía que presuntamente disparó y habrá proceso judicial.
Control militar
Respecto al Gobierno de Río, la gélida realidad es que el problema les sobrepasa. Que la Policía Militar dependa de la Secretaría de Seguridad Pública del Estado significa, a efectos prácticos, muy poco. Es el Ejército el que la controla, y tribunales militares los que juzgan lo que haya que juzgar la mayoría de las veces. “Es importante asegurarse de que la Policía Militar no cometa violaciones de Derechos Humanos. Cuando sucede, actuamos como apoyo a las víctimas y familiares”, se sincera Andrea Sepúlveda, Subsecretaria de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos del Gobierno de Río de Janeiro, evidentemente aturdida.
La otra cara de la paranoia muestra, a su vez, que decenas de policías militares son asesinados cada año en operaciones contra el tráfico de drogas. Quitan el sueño también a los traficantes y los comandos les atacan con armamento pesado. Los útimos agentes fallecidos custodiaban Nova Iguaçu y Ciudad de Dios. Y ese es el silencioso rencor que activa la maquinaria.
Incluso la prensa local saca a la palestra el descontento de la Policía Militar por su bajo salario y porque se ha suspendido el programa de horas extras remuneradas que aprovechaban muchos de ellos. Ahora no hay tantas patrullas en las calles y se han quedado sin plus. De cara a los megaeventos deportivos para los que fue designado el país, Río de Janeiro estrenó a bombo y platillo a finales de la década pasada estas famosas Unidades de Policía Pacificadora (UPP) de la policía militar, las cuales se asentaron en las principales favelas, expulsando a los comandos.
José Mariano Beltrame, Secretario de Seguridad del estado de Río de Janeiro, fue uno de los precursores de la iniciativa. Ahora, a pesar de las balas perdidas de los bandidos (otro niño de 4 años ha sido la última víctima fatal), hay vecinos con más miedo a la policía que a los narcos.
El 22 de abril de 2014, en la favela de Pavão-Pavãozinho, a tan solo 800 metros de la arena de Copacabana donde se disputarán las competiciones olímpicas de vóley playa, triatlón, natación en aguas abiertas y ciclismo en ruta, murieron tras intervención de la policía militar el bailarín Douglas Rafael Pereira (26 años) y Edilson Silva (27 años). Edilson, que padecía discapacidad mental, protestaba junto al resto de vecinos por la muerte de Douglas, que había sido abatido horas antes tras visitar a su hija en la guardería del barrio.
Según Amnistía Internacional “hay testigos que afirman que Edilson bajaba la ladera con las manos en alto cuando recibió el disparo”. En el caso de Douglas, el Ministerio Público presentó cargos por homicidio y el proceso está en trámite. En el caso de Edilson, el juez dictaminó que la Policía Militar actuó en legítima defensa en medio de una acción violenta.
Venganzas policiales
Cuando se estén disputando los Juegos Olímpicos se cumplirán cinco años de otro caso simbólico de las actuaciones de la Policía Militar en Río de Janeiro: el asesinato de la jueza Patrícia Acioli. Nueve policias militares fueron condenados en 2014 por planear y ejecutar su particular venganza de 21 disparos contra la mujer que había procesado judicialmente a más de sesenta policías en los últimos tiempos.
Una de las claves de la impunidad de la Policía Militar es el “auto de resistencia”, figura jurídica creada en la dictadura (1964-1985) que blinda los homicidios durante intervención policial, apoyándose siempre en la legítima defensa si hay confrontación violenta. La Secretaría de Asistencia Social y Derechos Humanos se ve, de nuevo, superada por este obstáculo. “Se trata de un instrumento antiguo que invisibiliza un gran número de muertes violentas. Tenemos una ordenanza que regula estos autos de resistencia, y un proyecto de ley estatal y otro federal para esto mismo. Es importante que salgan adelante para que los casos de homicidio sean investigados”, informa, desde el Gobierno, Andréa Sepulveda.
Pero nada está en su mano. Renata Neder, de Amnistía Internacional, intenta encontrar respuestas a la ola de violencia: “No hay política de seguridad pública basada en la inteligencia ni en la protección de la vida; son ataques aleatorios. La visión que la Policía Militar tiene de la favela está llena de estereotipos. Los vecinos son el ejército enemigo. Así les forman. En los noventa incluso existía una gratificación por cada muerto. Hay venganzas contra el vecindario por desacuerdos en el valor de los sobornos con los narcotraficantes y venganzas cuando algún policía es asesinado por los narcos.”
Ana Paula Oliveira, vecina de la favela de Manguinhos, sufrió la muerte de su hijo de 19 años durante una intervención de la Policía Militar. Su madre, la abuela del joven, le advirtió ese mismo día “que tuviera cuidado porque había visto a la policía muy nerviosa”. El Ministerio Público presentó cargos contra un policía. Ana Paula comenta para EL ESPAÑOL algo turbador: “La democracia no ha llegado a las favelas”. Renata, de Amnistía, asiente y firma debajo de la dura conclusión. Como mero ejemplo, según su propia experiencia, hay trámites burocráticos o gestiones administrativas (cierto tipo de licencias, autorizaciones para uso de la vía pública, etc.) que en lugar de ser realizadas en el ayuntamiento u oficinas estatales, deben ser efectuadas ante la UPP, en un oscuro formato de minirrégimen militar.
Consultado este reproche a la Secretaría de Seguridad Pública del Estado de Río de Janeiro, cualquiera diría que se está hablando de otra ciudad. “Los vecinos que allí viven pueden realizar sus actividades libremente, como cualquier otro ciudadano carioca”. Sin embargo, fuentes de las Unidades de Policía Pacificadora nos confirman, lamentablemente, que la vida es así: “Desde el año pasado hay una nueva normativa. Los actos en los espacios públicos necesitan autorización en el ayuntamiento, en el batallón de área o en el comando de la UPP, en caso de que tengan lugar dentro de nuestra área.”
Ese área controlado por la Policía Militar incluye al 10% de la población de Río. Están a punto de encenderse los focos de Maracanã, pero en las favelas se apaga el color de la foto de familia. Casi con total seguridad, los plazos se cumplirán en la ciudad olímpica. ¿Y los Derechos Humanos?