Mientras el Real Madrid levantaba la séptima y la octava Copa de Europa, Marcelo –que ni soñaba con calzarse unas botas de tacos– pasaba todos los días varias veces por delante de la historia de su país. El Palacio de Catete le contaba recuerdos de repúblicas viejas y nuevas y régimenes militares. Leyendas de muchos presidentes que desde su cuadriculado neoclasicismo decidieron el rumbo de Brasil. Allí, en la construcción más característica de este barrio repleto de olores y sonidos, sigue estando el pijama con el balazo del mandatario más famoso –Getúlio Vargas, que se suicidó en su dormitorio–, y la escalera por la que uno de los más recordados, Juscelino Kubitschek, bajó con la mudanza hacia Brasilia el día que Río dejó de ser la capital y acabaron los buenos tiempos.
Pero nada querían saber de eso los niños de Catete. Solo querían jugar al fútbol. Marcelo, mejor lateral izquierdo del mundo, fundamental en la undécima Copa de Europa madridista –y también en la décima–, y segundo capitán del Real Madrid, participaba en pachangas interminables en las plazas que aparecían, o que se inventaban, entre las encrucijadas de calles que parten de vía principal. También se lanzaba a cruzar los quince carriles del Aterro de Flamengo para alcanzar los jardines y corretear en los campos con mejor ambiente de la zona.
El Aterro es el mayor parque de esparcimiento para los cariocas. Su abuelo, el señor Pedro –que falleció 3 días antes del 1-7 en el Mundial de Brasil–, pronto se dio cuenta de que su nieto tenía estrella, y le ayudaba a driblar las presiones para que se dedicara exclusivamente a los estudios. El niño tenía que ir a la escuela, por supuesto, pero también entrenar al máximo, costara lo que costara, porque nadie le quitaba la pelota en la plazuela.
Uno de aquellos días en los que Marcelo, con 12 años, disfrutaba del fútbol sala por pura diversión, el destino le tiró una pared memorable. Su equipo, Helvêtico, jugaba contra Fluminense, y Jorge Macedo, coordinador del FutSal de uno de los grandes clubes cariocas, se quedó boquiabierto con su desparpajo. Su abuelo, eternamente al volante de un Escarabajo y siempre acompañando al nieto por todos los polideportivos de la ciudad, recibió una propuesta de inmediato.
El rompecabezas comenzaba a cuadrar. Desde entonces comenzó a entrenar en el Polideportivo del Fluminense, en la histórica sede oficial del club en el barrio de Laranjeiras, en cuyos terrenos brillan también, desde los años veinte, pistas de tenis, piscinas, trampolines, boxes de tiro olímpico, y un museo que es cita ineludible para cualquier amante del deporte que visite la ciudad –los primeros medallistas brasileños de todos los tiempos, precisamente de tiro olímpico, salieron de allí–. En aquella plantilla del Fluminense FutSal a la que llegó Marcelo ya estaba Caio Alves, vecino también del barrio de Catete aunque ellos todavía no lo sabían. Juntos, a base de cancha y autobús, construyeron una amistad indestructible. Después de cada entrenamiento regresaban apresurados al barrio; y una noche Caio le invitó a cenar a casa.
Allí, en una mesa repleta de los mejores sabores del viejo Río, conoció a la mujer de su vida: Clarice Alves, la hermana de su mejor amigo. Dios bendiga a la pelota.
Caio, ahora desde Zaragoza –juega en la Liga Nacional de Fútbol Sala con el D-Link Zaragoza–, recuerda con cierta nostalgia la rutina con Marcelo en Río: “En Catete pensábamos solo en fútbol, no había tiempo para más; pero en cuanto podíamos nos escapábamos a Ipanema, nuestra playa favorita. Siempre que tenemos algún día de vacaciones vamos por allí”. Desde la punta de Arpoador hasta Leblon, allí el mejor lateral izquierdo del mundo deja aparcada la presión, la fama y la responsabilidad de ser el tercer jugador extranjero con más partidos a sus espaldas con el Real Madrid –solo por detrás de Roberto Carlos y Di Stéfano–.
Muy pronto, a Marcelo el parquet del polideportivo se le quedó pequeño. Al menos eso es lo que decían sus entrenadores, que le enviaron a Xerém, la ciudad deportiva del Fluminense –en Duque de Caxias, a 45km de Río–, para que formara parte de sus categorías inferiores, ya en fútbol 11 y sobre césped. Jorge Macedo, el entrenador que lo descubrió, lo vivió con el orgullo agridulce de la misión cumplida: “Orientamos a los jugadores desde el mismo instante de la captación; y el objetivo es que lleguen a fútbol 11. El problema de Marcelo es que le encantaba y le encanta el fútbol sala. Cuando ya se había ido a España seguía pasando por aquí de vez en cuando y quería jugar con los chicos”.
Sin embargo, para Marcelo, ya con 15 años, eso era un cambio de planes demasiado grande. Y para el Escarabajo de su abuelo, una odisea. Las distancias le obligaban a estar mucho tiempo en carretera, y los ratos libres con los amigos menguaban. Así que siempre que podía luchaba por seguir siendo niño y se colaba en la sede central del Fluminense, cada vez con una excusa diferente, pidiendo que le dejaran jugar un poco al fútbol sala. “No quería ir a entrenar a Xerém, prefería el fútbol sala. Se escondía para no montarse en el autobús que le llevaba hasta la ciudad deportiva. Le dije a Marcelo Teixeira [director de las categorías inferiores de Fluminense en aquella época] que o hablaba seriamente con Marcelo, y además le facilitaba transporte y hospedaje en Xerém, o iba a perder al jugador”, rememora Jorge Macedo para EL ESPAÑOL.
Finalmente, aceptó quedarse a vivir en Xerém –un enclave asombroso para los ojos del visitante y modélico para las categorías inferiores del resto de clubes–, y el limitado tiempo de ocio fue endulzado, en parte, por su gigante y creciente amor al fútbol. Edevaldo de Freitas, internacional con la selección brasileña en el Mundial de 1982, entrenaba a Marcelo en sus subidas y bajadas por la banda. Edevaldo era lateral y conocía el oficio. Lo primero que le llamó la atención de Marcelo fue su incansable sonrisa, su carisma y el trato con los compañeros. Mientras toda la pandilla del barrio abrazaba la adolescencia, él descubría las convocatorias de las selecciones inferiores. A Edevaldo, echando la vista atrás, se le ilumina la mirada: “Me quedaba siempre después del entrenamiento jugando y bromeando con él respecto al golpeo a la pelota. Le enseñaba a golpear, le decía `esto se hace así´. Hoy en día, cuando viene de visita a Xerém, golpea la pelota y me pregunta “¿qué tal ha estado, profesor?”.
No tardó Marcelo en medicar el aburrimiento del primer equipo de Fluminense con muecas y volteretas. Por allí comenzaba a jugar también Arouca –que luego ganaría la Libertadores con el Santos de Neymar y Danilo– y estaba de vuelta el exmadridista Petkovic. El técnico Josué Teixeira fue el que le puso en el escaparate; era la mejor noticia del club en 2006. Entrenaba en la sede de Laranjeiras, de nuevo, pero esta vez en el estadio, el primer estadio construido en Brasil; y jugaba los partidos en Maracanã. Otro de sus rincones favoritos, marcados a fuego. El adolescente Marcelo ahora salía por la tele.
Meses después –y diez años antes de agarrar la pelota con entereza para el segundo penalti de la final de Milán–, todo el grupo de amigos se hizo mayor de golpe. No les dio tiempo ni a pestañear. Marcelo, con lágrimas en los ojos, insistía sin descanso en el móvil de Caio, que estaba en la facultad y no podía contestar. El teléfono vibraba desesperadamente, la vida no esperaba: le quería el Real Madrid.