El efecto bumerán de Barcelona '92 en Río de Janeiro
Las promesas incumplidas de la ciudad oscurecen unos Juegos que, según su alcalde, iban a dejar los de 1992 “a la altura del betún”. Esa ambición ha desaparecido en medio de la crisis brasileña.
5 agosto, 2016 02:55Noticias relacionadas
En la playa de Copacabana hay todavía más soldados que hace dos años, cuando Brasil alcanzó in extremis a celebrar exitosamente el Mundial de fútbol pero expuso al mundo sus costuras políticas, económicas e incluso deportivas. Centenares de hombres armados contemplan el paso habitual de transeúntes, bañistas, vendedores y prostitutas por uno de los malecones más famosos del mundo. No parece que la inseguridad en la zona sur de la ciudad vaya a ser, por tanto, un problema durante los Juegos que comienzan este viernes. Sin embargo, la lista de mentiras o incumplimientos del Río olímpico ha cuestionado definitivamente el apodo de ‘cidade maravilhosa’ que acompaña a esta privilegiada localidad desde la década de 1930.
La candidatura brasileña prometió 54 kilómetros de metro en 2007, pero ni siquiera ha podido acondicionar totalmente los 16 kilómetros de la línea 4. El agua de la bahía de Guanabara sigue sucia y el aire de la ciudad, según una investigación de Reuters, lleva una década “entre dos y tres veces” por encima del límite anual de la OMS en cuanto al P-10 – así llamado porque la partícula tiene un diámetro inferior a 10 micrómetros. Ya no se recomienda el baño en Copacabana e Ipanema. El estado de Río se declaró en quiebra financiera hace dos meses.
El país está escindido políticamente, semanas antes de que el Congreso (salvo enorme sorpresa) destituya definitivamente a la presidenta suspendida, Dilma Rousseff, y entregue a su ex aliado Michel Temer la salida de una recesión que en el primer trimestre alcanzó el 5,4% del PIB (la mayor en tres décadas). Las manifestaciones en favor de Rousseff, como hace dos y tres años las marchas anti-Copa del Mundo, amenazan con rasgar el ambiente de fiesta y diversión que siempre termina presidiendo las fechas señaladas en Río de Janeiro.
"Una nueva Río"
El alcalde de la ciudad, el frenético Eduardo Paes, siempre tuvo Barcelona ’92 (y a su alcalde entonces, Pasqual Maragall) como referentes. De orígenes catalanes, a Paes le gustaba decir que iba a crear “una nueva Río, como Maragall consiguió crear una nueva Barcelona”. Brasil era entonces una potencia emergente y su ex presidente ‘Lula’ da Silva (hoy procesado por corrupción) el icono del progresismo internacional. La euforia llegó incluso hasta la primavera de 2015: “Vamos a dejar Barcelona 92 a la altura del betún”, afirmó en un acto empresarial. Año y medio después, la ambición se ha vuelto en su contra: “Esta ha sido una oportunidad perdida”, reconoció recientemente en una entrevista con el diario británico The Guardian.
Han pasado dos años desde el Mundial, pero la Policía Federal sigue deteniendo en Río (esta misma semana) a altos ejecutivos de grandes constructoras por la onda expansiva del ‘caso Petrobras’, destapado en 2014, probablemente el proceso por corrupción más grande jamás destapado. Con la crisis económica la delincuencia ha aumentado, pero en Copacabana, Ipanema, Leblón y las demás zonas turísticas no habrá mucho de qué preocuparse durante los Juegos: la vigilancia es exhaustiva. Hay que alejarse de las zonas pudientes (o esperar a que termine el evento) para conocer la realidad nada amable que viven millones de cariocas en una ciudad con cifras de violencia escandalosas.
1,5 personas mueren al día por homicidio doloso en Río de Janeiro (un tercio más que el año pasado). El aumento de presencia policial (hay 85.000 agentes y soldados fuertemente armados en las calles) por la amenaza de delincuentes, manifestantes y terroristas no ha detenido la violencia en zonas pobres, pero se ha traducido automáticamente en un crecimiento (acusado: el 68%) de las muertes en operaciones de seguridad: 74 el pasado mes de junio. Las crisis de ‘balas perdidas’ (con episodios de diez muertos en una semana, por ejemplo) se reproducen cíclicamente como síntomas de la “enfermedad” que sacude a la ciudad, en palabras de su responsable máximo de seguridad, Mariano Beltrame.
Desesperanza olímpica
En este contexto, pocos creen que Rio 2016 traerá mucho más que una interrupción (a la manera del parón carnavalesco o del que se produjo durante la Copa del Mundo) de la inseguridad que rodea a la mayoría de su población. El 63% de la población brasileña cree, de hecho, que los Juegos harán más mal que bien al país, según un sondeo de Datafolha.
El alcalde de Río se revuelve contra ese pesimismo y defiende el vaso medio lleno: cita la regeneración del Puerto Maravilla, la construcción del tranvía y la ampliación del metro y de la flota de autobuses como indicadores del “legado olímpico” que viene defendiendo (siguiendo el modelo de Barcelona) desde 2009.
Marcus Quintella, profesor de Economía y Urbanismo en la Fundación Getulio Vargas, afirma a EL ESPAÑOL que “no hay comparación con los Juegos de Barcelona. La rentabilidad que sacó a las instalaciones olímpicas no tiene parangón con ninguna otra ciudad”. Para Quintella, el éxito verdadero sería continuar con la inversión cuando se terminen los Juegos, “algo que en España se hizo y que ahora aquí veo muy complicado”. “Lo que se ha hecho es mejor que nada, obviamente, pero no se han cumplido las promesas en materia de medioambiente o vivienda, por citar dos”.
Tal como sucedió en 2014, Brasil llega a la inauguración con la lengua fuera, improvisando remiendos a la Villa Olímpica y compensando alguna chapuza con una gran simpatía frente a los visitantes. Los problemas de transporte tienen a la comunidad olímpica en vilo. Entre los méritos de la organización cabe mencionar al menos la finalización de obras (la inmensa mayoría) en manos de constructoras implicadas en el ‘caso Petrobras’, impedidas ahora de todo negocio con el Estado, algunas de las cuales amenazaron con declararse en bancarrota. La mayor parte del negocio generado por los Juegos ha ido a parar a empresas poderosas y familias de la élite: un factor que ha alejado a la población del evento y las promesas del Comité Olímpico Internacional.
Las voces disidentes se dejan oir en Río estos días, pese a la abundancia de uniformes en la calle. Marcelo Edmundo, coordinador de la Central de Movimientos Populares, niega que los Juegos vayan a dejar un legado real para toda la población real: “¿Por que determinadas áreas de la ciudad recibieron la mayor parte de la inversión, relegando a otras al olvido? [...] Desde los Juegos Panamericanos de 2007, la realización de megaeventos esportivos en Río está caracterizada por uma lógica perversa — de inversión y recalificación de determinadas áreas para atender los intereses de la iniciativa privada; mientras tanto, otras sufren un proceso de exclusión y represión. “Esa lógica amplía todavía más la histórica segregación urbana de Río”, afirma.
El Ayuntamiento presume efectivamente de que la mayor parte de la inversión procede de manos privadas, con concesiones futuras para la gestión y explotación de las edificaciones (otras serán transformadas en espacios públicos). “Hemos gastado mucho menos dinero público que Londres o Pekín”, enfatiza habitualmente Eduardo Paes.
Guanabara
La imagen de los Juegos, si las corrientes marinas no son venturosas, bien podría provenir de las aguas de Guanabara, cuya contaminación multiforme manchará para siempre la imagen de una candidatura olímpica que antepuso el saneamiento de la bahía a casi cualquier otro objetivo en su lista de promesas cuando luchaba por la organización de los Juegos.
A días del inicio de la fiesta, los desagües cariocas están igual de sucios que siempre, ricas en residuos humanos e incluso hospitalarios sin tratar. Según un estudio llevado a cabo durante 16 meses por encargo de The Associated Press, en las aguas conviven virus y bacteria peligrosos especialmente para los 1.400 atletas que participarán en competiciones acuáticas, pero no exclusivamente: según el citado proyecto, los turistas afrontan riesgo potencialmente elevado incluso en las arenas de Ipanema y Copacabana. El año pasado, la aparición de una bacteria resistente a antibióticos en la cercana playa de Flamengo disuadió del baño a los vecinos del barrio durante meses.
“Nadie organiza una fiesta como Río de Janeiro”
El pasado martes, en un programa televisivo matinal, al alcalde Paes le hizo enrojecer una locutora al recordarle las palabras sobre Barcelona ’92 y el betún. Es indudable, como respondió el alcalde, que “Londres es Londres y Río es Río”, o que la situación de Brasil ha perjudicado las ambiciones y la actividad diaria del comité organizador. Y también que la insistencia en la comparación (siempre odiosa) con los juegos españoles vaya a jugar en su contra a partir de este viernes.
La primera victoria de la ciudad es la ausencia aparente de mosquitos y la desaparición del término Zika de titulares y conversaciones. Temerosa de su destino después de los Juegos, en un contexto de recesión e inseguridad creciente, la ciudad se prepara para “lo que mejor sabe; nadie organiza una fiesta como Río de Janeiro” (en palabras de un alto funcionario público). 31.000 personas convivirán en la ciudad durante los próximos 16 días: 18.000 atletas y técnicos, 13.000 empleados y voluntarios, 11.152 habitaciones, 60.000 comidas diarias, 10.500 periodistas, medio millón (algo menos) de turistas. Dieciséis días para evitar desastres y recuperar el prestigio perdido antes de la desbandada general de extranjeros que se espera a partir de septiembre.