La política mancha el deporte en Brasil, y eso no es normal en un país que no se suele dejar ensuciar por esas cosas. El carnaval es religión, la samba es religión, el fútbol es religión, cada uno en su compartimento estanco. Desde hace un tiempo, la religión es política, y la novedad es que ahora la polémica de la política llueve finamente sobre los Juegos Olímpicos, aquellos que cayeron del cielo cuando Brasil eran un boom en toda regla.
El Partido de los Trabajadores, el mismo que llegó a la presidencia a través de Lula da Silva tras saber perder repetidas veces como ningún otro, está tocado, casi hundido, y eso que en 2009 el envenenado regalo olímpico llegó articulado por ellos. Dada la división en la que el país está sumido, es innegable que medio Brasil busca deshacerse de los que consiguieron, entre otros muchos milagros, que el país acogiera los primeros Juegos Olímpicos de Suramérica. Nunca aceptaron los partidos conservadores las políticas establecidas por un operario sindicalista, primero, y por una mujer exguerrillera, después. Nunca consiguió el partido de Gobierno, sobre todo tras la salida de Lula, conectar al cien por cien con su electorado. La gran cita, por su parte, tiene una enorme legión de detractores, que se hacen oír todo lo que pueden en estos días de locura olímpica.
La división política está en los restaurantes, baratos y caros, en los taxis, en Uber, en el metro, en las instalaciones olímpicas, en los barrios de clase alta, en las favelas, en la cultura, en el comercio, por todos los rincones.
Lo cierto es que Dilma Rousseff, la sucesora de Lula da Silva desde finales de 2010, fue reelegida a finales de 2014, con poca pero legítima diferencia. Ahora hay quien opina que el proceso de impeachment lanzado por la oposición (Eduardo Cunha, expresidente del Congreso, y el exvicepresidente de Dilma, Michel Temer, entre otros) que estalló en abril era su plan B desde el primer momento, porque no esperaban que Dilma volviera a vencer en las urnas. La otra mitad del país opina que el polémico trámite está dentro de la organización democrática nacional, previsto en la constitución (que lo está, siempre y cuando esté basada en delitos de responsabilidad justificados), y que Dilma no tenía un cheque en blanco tras la victoria en las urnas. Todo ello contaminado por la situación económica de recesión y el aumento del desempleo (que llegó a rozar el pleno empleo técnico en los buenos tiempos).
La explicación de la traición de los antiguos aliados de Dilma nace del complejo sistema político brasileño, que llevó a la presidenta a pactar con el diablo para poder construir un potente equipo gubernamental. La jugada le salió fatal. La Operación Lava Jato (o Caso Petrobras), las macrored de propinas ilegales en las que está implicada la empresa nacional de Petróleo, todas las grandes contructoras brasileños y políticos de la gran mayoría de los partidos, desangra a velocidad de crucero a las instituciones. Ya nadie confía en ellas. El Juez Sergio Moro se ha convertido casi en una estrella del rock. Uno visten camisetas con su foto, alabando su trabajo de persecución a la corrupción, y para otros es tan solo una pieza más del puzzle, por insitir en la persecución sobre todo de Lula da Silva, obviando el oscuro curriculum de los que ahora quieren tomar las riendas.
La izquierda brasileña está haciendo un tremendo esfuerzo, por seguir creyendo en su líderes y por aguantar la lucha durante tantos meses. Demasiados para continuar el ritmo de protestas en la calle que presionara al nuevo Gobierno interino y alertara a la comunidad internacional. Por eso los Juegos Olímpicos son el último gran altavoz.
La telenovela incluye escenas como la de un presidente interino, Michel Temer, preparado para un enorme abucheo en la inauguración, peticiones de vuelta del Régimen Militar por los grupos de detractores de Dilma y Lula, y las protestas programadas para el mismísimo día de la inauguración. Una de ellas contra Temer en Copacabana y otra contra los Juegos de la Exclusión en Tijuca, muy cerca de Maracanã, donde se parará el mundo minutos después.
La disputa de estas Olimpiadas coincide, en un calendario diseñado por el mismísimo demonio, con las últimas deliberaciones en el Senado brasileño sobre la destitución definitiva de Dilma, apartada de su cargo desde mayo. El proceso de impeachment se basa en unos supuestos maquillajes fiscales en las cuentas públicas, que conllevarían delito de responsabilidad por incumplimiento de la ley presupuestaria (uno de los puntos que, por definición, pueden desencadenar un proceso de impeachment). El Gobierno lo niega y usa todas las herramientas para detener el temido desenlace, pero ya casi no tiene opciones. El proceso, llamado por ellos y por sus seguidores “Golpe institucional” fue aprobado por la Cámara de Diputados y por el Senado (en primera instancia) y en la calle se habla más de eso que de olimpiadas, pero se habla más de inseguridad que de política, y ahí se vuelven a mezclar las cosas.
Brasil es un país que, políticamente, vive del miedo. Los que piden el regreso del régimen militar juegan con el miedo al comunismo, los candidatos a alcaldes o gobernadores juegan con el miedo de la población a la violencia en las calles. Las administraciones públicas se desentienden de las soluciones de esta seguridad, permiten el miedo, y luego venden la tranquilidad a precio de oro: urbanizaciones de alta seguridad, transporte público más caro, coches de alta gama con cristales tintados, etc.
En la última gran rueda de prensa en el Rio Media Center antes de la Apertura, todo fue política. El Ministro interino de Deportes, Leonardo Picciani, y el Alcalde, Eduardo Paes, que utilizará los Juegos Olímpicos para candidatarse a presidente del Gobierno, explicaban el dudoso legado de las Olimpiadas en un país carcomido por la corrupción a todos los niveles. El mejor ejemplo es que el principal legado para la población más humilde, el Complejo de Deodoro, está sufriendo esta corrupción en sus huesos.
Todo eso y mucho más es un día normal en Río de Janeiro. La población dividida políticamente como la hinchada en un clásico. Y la pelota manchada, como no quería Maradona, que, por cierto, apoya a Dilma y a Lula. Pelé se abstiene. Romário, senador, está en el ojo del huracán. Y llega la inauguración. Que el Cristo Redentor les pille confesados.