En los albores del siglo XXI un grupo de selecciones que interpretaron el baloncesto de forma sublime subvirtió el orden establecido desde el nacimiento de este deporte. Estados Unidos, la dominadora que parecía eterna, sufrió reveses continuos frente a unos enemigos que habían encontrado la forma de burlar su superioridad física y técnica.
Eran tiempos felices para los que admirábamos la capacidad atlética de los norteamericanos, pero detestábamos su exceso de individualismo y un juego monocorde. Las huestes de las selecciones FIBA emboscaban a los NBA desplegando sus fuerzas de forma colectiva frente a unos efectivos sorprendidos por la eficacia de una riqueza táctica desconocida para ellos.
La revolución comenzó con la derrota del equipo norteamericano en Indianápolis. El último estertor de la Yugoslavia de Divac y Stojakovic se llevó por delante a un deshilachado grupo de extraordinarios jugadores a los que un desesperado George Karl intentaba motivar sin resultado. USA terminó sexta en su Mundial, una competición en la que se convirtió habitual hacer leña del árbol caído.
Los JJOO de Atenas supusieron una nueva debacle que puso de manifiesto la debilidad de la estructura norteamericana. Las emboscadas lituanas y argentinas apartaron de la medalla de oro a un equipo con jugadores legendarios. Generales ilustres (Duncan, Iverson) y soldados jóvenes y hambrientos (LeBron y Carmelo) tampoco resultaron un ejército apto para recuperar la hegemonía perdida.
Decididos a no sufrir más varapalos, prepararon sus huestes para un nuevo ciclo olímpico, de forma que reforzaron a la citada nueva generación con Wade, Chris Bosh, Dwight Howard y Chris Paul. Un equipo imbatible en apariencia para afrontar el Mundial de Japón. Todo marchaba conforme al plan previsto hasta que aparecieron Papaloukas y Schortsianitis para hacer trizas las líneas estadounidenses con una lección soberbia de cómo jugar el bloqueo directo.
Años felices para nuestra galaxia baloncestística. Herederos de una estirpe que comenzó en los años 80 (Sabonis y Marciulonis; Petrovic y Kucok; Milanesio y Nicola; Yannakis y Gallis; Epi y Fernando Martín), los nuevos guerreros, más acostumbrados a batallar contra los estadounidenses y con líneas físicamente mejor pertrechadas desbarataron la supremacía yanki. Ginobili, Gasol, Diamantidis y Jaikevicius tenían detrás una tropa poderosa y elástica que jugaba sin complejos.
Pero los lituanos perdieron la magia, y griegos y argentinos, curtidos en mil batallas, fueron dejando bajas que nunca se remplazaron. Siskaukas, Spanoulis y Oberto no tuvieron sucesores. Y los serbios nunca han vuelto a ser los mismos.
Sólo España aguantó el paso de una época que, a pesar de los esfuerzos hispanos, se cerró en la final de Pekín cuando un triple fallado por el gran Carlos Jiménez pudo poner en jaque a los gringos. Fue la última vez que estuvieron cerca de perder. En la final olímpica de Londres, aunque fueron por delante buena parte del tercer cuarto y se batieron con su orgullo habitual, los españoles no tuvieron opción en los últimos minutos.
Para entonces, Estados Unidos ya había averiguado la solución al problema: cambiar su estilo de juego y aceptar con humildad que necesitaban todo su potencial. Así que colocó al reputado Mike Krzyzewski a dirigir las operaciones y añadió para los Juegos de 2008 y 2012 la única estrella a la que no había recurrido, Kobe Bryant.
La consecuencia de estos cambios ha sido un equipo con jugadores NBA que juega como uno universitario. Su estilo recuerda cada vez más a los equipos olímpicos no profesionales previos a Barcelona 92, con una defensa agobiante que da paso a contraataques de vértigo. Y vista la decadencia de las selecciones FIBA, ni siquiera necesita sus mejores jugadores para avasallar. El oro de baloncesto es el más fijo de estos Juegos. Espero equivocarme.